Yo no sé, no. Pedro, se acuerda que al lado del eucaliptus vivía una señora que primero tenía una vaca, y vendía leche suelta; y después un caballo, o una yegua, que uno de los hijos se había traído del hipódromo para que ella se lo cuidara. Y también se acuerda Pedro que la señora salía al patio y ponía la radio a todo volumen, como para compartir la programación con nosotros que jugábamos a la pelota en la canchita que estaba a unos pocos metros de ahí. Es más, una vez que no teníamos reloj, se nos ocurrió que el partido iba a durar lo que durara el programa de música que estaba escuchando la señora. Eso duraba unos 15 días, hasta que se le empezaban a gastar las pilas y la doña bajaba el volumen para que le duraran hasta fin de mes. Después de eso, los partidos terminaban cuando veíamos que la señora apagaba la radio vieja y se metía a la casa.

En verano íbamos y le mangueábamos agua, le pedíamos que nos aguante la manguera para refrescarnos y ella aceptaba sonriendo. Los días que jugaba Central, la señora le ponía una banderita azul y amarilla a la radio. Y cuando jugaba la selección, una celeste y blanca.

Un día, a mediados de los 90, ya no estuvo más ni la yegua, ni la radio, ni la señora. Quizás se dio cuenta y partió antes de ver lo duro que serían esos años para la patria. Pedro piensa qué lástima que no vivió esa década linda que vino después, en la que quizás la hubiéramos visto en el patio, ya no con la radio sino con un televisor, mirando los partidos de Central o de la selección. Hubiese sido lindo ver que la señora se podía ir a algún viaje de jubilados y que no tenía problemas con los remedios porque Pami le cubría todo lo necesario. Hubiese sido lindo verla disfrutar de una buena jubilación, de tener plata suficiente durante todo el mes y no tener que andarse cuidando para que las pilas le duren más de 15 días.

Y ahora, se lamenta Pedro, muchos viejos están partiendo con tristeza y otros se quedan recluidos, con una jubilación que no les alcanza, sin remedios, porque se los van quitando, y pegaditos a una radio esperando que las pilas duren aunque sea hasta que termine el partido o ese programa de música de los domingos. Ojalá, piensa Pedro, que nos estemos equivocando y que estos no sean para tanto. Pero me temo –dice– que la vida de muchos abuelos se está apagando, y con tristeza, como se apagaba la radio vieja en el medio del patio.

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