Yo no sé, no. Manuel llegó hasta la esquina donde estábamos reunidos diciendo, mientras se tocaba el corazón con una mano: “Tengo el pulso alterado, casi me aplasta una rueda del 52”. Mientras, se sostenía con la otra mano el pantalón que se le caía por tener los bolsillos cargados de duraznos, duraznos que seguro manoteó de la planta que estaba por Quintana. No era el único que tenía el pulso alterado. Carlos, Raúl, Tiguín y Pií por esa mañana, después de una bataola que se armó en un partido cerca de la Vía Honda, tuvieron que cruzar por el tambo de Tito a todo trapo, cosa que asustó a las vacas y ofuscó al mismo Tito, que los corrió a rebencazos.

José tenía el pulso alterado porque había comprado una bolsa llena de “zapateros” (renacuajos); quería poner un criadero de ranas pero uno que vivía en Cafferata y la vía de Acindar le dijo esa mañana que lo que le habían vendido era una bolsa de sapos. A las 5 de la tarde el nuestro, un rejuntado de pulsos alterados, se enfrentaba a lo que años más tarde sería uno de los mejores equipos del barrio Biedma, los pibes de Faringola. En ese partido, a Manuel lo tuvimos que poner primero en defensa y después como delantero, lejos de Quintana: se le alteraba el pulso de sólo pensar en la dueña de la planta de durazno.

Pedro, cerca de las 8 de esa tarde de abril, lo acompañaba a Huguito hasta la librería de Vera Mujica para comprar dos mapas de América del sur, uno “político” y el otro “mudo” (contorno). Al Huguito se le alteró el pulso cuando la señora de la librería le dijo que mudos no le quedaban. Tendría que calcarlo, no quedaba otra, y le preguntó a Pedro cómo se calcaba el Atlántico Sur. A Pedro se le alteró el corazón cuando por Biedma llegando a Iriondo se acordó que por ahí había una calesita que en algunas tardes iba esa piba con una sonrisa encantadora. Mientras tanto el ruido de unos globitos en los rayos de la rueda de una bici marcaban el latir tranqui del barrio. Por otro lado, el perfume a bizcochos recién hecho nos alteraba el pulso de la panza.

Ese abril sería uno de los últimos abriles en que los hornos de Acindar estarían prendidos. En ese abril ocurrió algo raro. Tito, el del tambo, se amigó con nosotros y nos dio vía libre para pasar por entre sus vacas. A José se le piantaron todos los zapatos, nunca supo si eran sapos o ranas. Manuel no encontraba durazno alguno y Pedro sentía que la música de aquella calesita junto a aquella sonrisa se apoderaba de él. Mientras tanto, el Huguito iba a la escuela con un mapa que en el Atlántico Sur, en la azul y blanca, iban unos duraznos, unos bizcochos y una piba en bici.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 06/04/24

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