La muerte por afección cardíaca, el jueves pasado, de Eduardo J. López (64), ex mandamás de Newell´s Old Boys durante la infame década de los 90, hizo deslizar en un grupo de guasap: “Se fue el último de nuestros villanos”. “No creo que sea el último”, le contestó otro. Lo cierto es que su reinado, 1994/2008, traspasó los límites del fútbol y tiene ribetes dolorosos que aún golpean las conciencias. En una época de impunidad y silencios comprados, El Eslabón fue uno de los pocos medios que se animó a hablar e investigar las oscuridades de su gestión, lo que le valió su rechazo y su desprecio. Incluso le hizo juicio al periodista Carlos del Frade por notas publicadas en este medio. Pero esa instancia judicial, no exenta de amenazas y aprietes, no hizo más que fortalecer los lazos de nuestro periódico con los lectores y con aquellos que sufrieron en carne propia los desmanejos del otrora intocable Eduardo Jota.

Ese barbado que fumaba sin cesar prácticamente reinó en la ciudad e incluso más allá de sus confines. Corrían los años 90, cuando un hombre oscuro que odiaba la exposición se hizo público: comandaba un Bingo, entre otros negocios en negro, y estaba forrado en dinero fresco. De pronto, en épocas de vacas raquíticas, se convirtió en el presidente de uno de los clubes de fútbol más importantes de la ciudad. Despreciaba a los periodistas y terminó siendo ademàs dueño de un diario y una radio, El Ciudadano y LT3. Aunque alardeaba con su presencia en ambos medios y metió a sus más cercanos colaboradores en su manejo, en los papeles jamás figuraba su nombre. Era un especialista en no dejar huellas ante posibles demandas y en silenciar testigos sobre sus propiedades, maniobras y movimientos de dinero.

Se manejaba como patrón de estancia y como tal era temido, respetado y hasta a veces venerado. Era un jefe de la vieja guardia, de los que se hicieron de abajo y llegaron a lo alto, esos que desde los márgenes y sin pruritos ni morales ni éticos “la hicieron”; esos de la estirpe del más crudo darwinismo social, de la supervivencia del más apto, que conocían del código de la calle, del precio de los hombres, de cómo se usan y descartan alcahuetes, como se ensobran díscolos y se armar maletines jugosos que premian por anticipado todos los silencios necesarios. Era un digno doctor honoris causa de la Universidad de los “vivos”. Y como un orfebre de lo negro, entre las sombras, fue tejiendo su poder y su grandeza, que se soñó eterna y que un día se desplomó.

Una de las tantas tapas de El Eslabón dedicadas a López.

Entre las ruinas de su imperio, de las que muchos de los perjudicados jamás se recuperaron, asomó una luz que hiere: porque quedó claro la complicidad que tuvo en las altas esferas. La fidelidad de lo más granado de la sociedad rosarina fue mayor que en las bajas esferas, las que en algún momento lo traicionaron. En la caída, muchos funcionarios judiciales, políticos y del mundo deportivo, le soltaron la mano, pero aun así pudo morir casi intocable.

Su estampa de jefe mafioso lo fue convirtiendo en uno de los grandes villanos de la Ciudad Gótica rosarina. Muchos lo consideran como precursor –con el reclutamiento de barras bravas que hizo en las barriadas rosarinas, y en especial su relación con Roberto Pimpi Caminos–, de todo lo que vino después y que convirtió a Rosario en una desquicio de guerra del narcomenudeo asentada en los barrios más humildes de la ciudad.

Ni que hablar de la construcción de sociedades off shore en paraísos fiscales de las que tanto se siguen hablando hoy: la empresa que por ejemplo figuraba como dueña de El Ciudadano era una de ellas. No en vano, casi al mismo tiempo asumía como presidente de Boca Juniors Mauricio Macri, con quien además se llevaba muy bien.

Con el tiempo, Eduardo Jota López se fue convirtiendo en mito y se consolidó desde el mismo día que se desmoronó su poder al perder el comicio en el parque. El Eslabón, en una recordada tapa, destacaba su desplome como el acontecimiento político del año 2008.

El mismo día que perdía las elecciones en Newell’s se corrían los rumores de que había sido internado por una grave dolencia, que se había mudado a Mendoza, que estaba enfermo de cáncer y, entre muchos de su círculo cercano, se agitaron en días posteriores a la derrota, que iba a seguir el camino suicida del empresario Alfredo Yabrán. También circulaba entonces su inminente “sentencia de muerte” a manos de barras o policías a los que les rebotaron cheques millonarios por servicios prestados con anterioridad. López ya era leyenda urbana. Y todas las versiones contrastaban con la realidad: no se movió de su bunker de San Lorenzo casi Entre Ríos, que poco a poco se fue convirtió en un lugar abandonado.


El último que lo sacó del ostracismo fue Ricardo Caruso Lombardi quien se mostró junto a él en una foto en marzo de 2016.

Como toda leyenda de una sociedad corrupta, las historias seguirán y nadie sabrá qué es verdad y qué es invento. El demoradísimo proceso judicial por administración fraudulenta en su contra tampoco lo tendrá en el banquillo, con lo que no se podrán sacar a la luz algunas de las tantas cuestiones sombrías sobre su vida empresarial.  

Murió Eduardo J. Lòpez. Y como en un viejo y decadente comic, los viejos y nuevos villanos que pululan por doquier ni siquiera están de luto, se ríen.

Fuente: El Eslabón

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