Cuando Laura era una nena tenía dos juegos preferidos: el fútbol y a la maestra. A los 24 ya estaba dando clases de música en la Escuela Nuestra Señora de Itatí, en el corazón del barrio Las Flores sur. Se enamoró de su oficio, en ese territorio carente de todo. Cada año eligió enseñar ahí, nunca irse del barrio. De los casi 30 que lleva en la docencia, 22 trabajó doble turno. Hasta que un día su cuerpo, mejor dicho su voz, dijo basta. Y a las “tareas diferentes” que le asignaron las convirtió en una biblioteca escolar que bautizó “Santiago Mac Guire”, en homenaje al ex sacerdote fundador de la Itatí. Laura Daoulatli se nombra “maestra villera”, como una señal de resistencia, por la historia y función social de la escuela que eligió para su vida.
El 140 se detiene en la parada de la plaza Itatí, en Flor de Nácar al 7000, bien frente a la escuela. Bajan los últimos pasajeros que vienen del centro al sur, la mayoría mujeres. En la plaza hay trueque, la forma de subsistir que se vuelve a imponer para poder comer y vestirse. En la puerta de la escuela está Laura con un bebé en brazos. Es habitual que las ex alumnas muestren sus hijos a quienes fueron o son sus maestras. La reja se cierra y de la entrada hasta la biblioteca hay apenas unos pasos.
Sobre el banco que oficia de escritorio hay un cuaderno grande con el escudo –igual de grande– de Rosario Central. Una de las identidades que Laura eligió tatuarse. De las paredes cuelgan las imágenes de Santiago Mac Guire, de los sacerdotes Enrique Angelelli y Carlos Mugica, y la de Pocho Lepratti. Y entre los libros, bien a la vista, el que reescribe los cuentos tradicionales infantiles en clave de ESI. También hay una bandera del Sadop Rosario, su sindicato.
“Yo vengo de la educación pública, caí en la privada”, se ríe de la idea y agrega: “Tampoco era creyente…”. Y arranca con su historia personal. A la primera que menciona es a Zulema, su hermana mayor que falleció a los 39, una marca dolorosa en su vida. “Eso me destruyó”, admite casi a modo de confesión, mirando el nombre de Zulema tatuado en su mano y también en árabe sobre unos de sus brazos: “Por siempre hermanas”. Traduce e ironiza que con semejante sello “jamás podrá entrar a Estados Unidos”.
Su mamá, la Negrita, provenía de una familia muy humilde de la zona sur de Rosario. Su papá, el Turco, tenía un origen más pudiente. “Mi abuelo era de Alepo, Siria”, lo nombra para apreciar su procedencia. “Soy bautizada en la iglesia San Jorge, mi papá era muy conservador. Mi mamá no creía y con la muerte de mi hermana menos”.
La que siempre los empujó a estudiar a ella y a sus hermanos fue la Negrita. Los tres fueron a la primaria Las Heras, la N°66. “Adoro esa escuela”, acota a su relato. Laura hizo el secundario en el Superior, estudió tres años de abogacía, otros tres de violín, siempre en la Universidad Nacional de Rosario. Pasó por la Escuela de Música que fundó Jorge Fandermole y más tarde cursó el profesorado en la especialidad.
“Esto ya se vislumbraba porque cuando era chica jugaba al fútbol y a la maestra. Y siempre era la maestra. Les enseñaba a mis primas. Hasta tengo algunas cosas incorporadas con la corrección de ese juego”, disfruta del recuerdo. ¿Maestra o directora? “¡No! Siempre maestra, porque yo con los cargos no me llevo bien”.
Laura aprobó el examen de ingreso a Derecho en 1982, en tiempo de dictadura y de restricciones para estudiar en la universidad pública. Quizás siguiendo los pasos de su hermana que ya era abogada. “Ahí milité un poquito, me focalicé en extensión universitaria. Mi papá era peronista y mi mamá radical, me enganché con un grupo de estudiantes, también algo en la Franja pero poco: nunca pude sostener una militancia partidaria, sí más social o sindical”.
Con un grupo de estudiantes que conoció en la universidad, a principios de la vuelta a la democracia, los sábados por la mañana se juntaban en la esquina del Laurak Bat, de Santa Fe y Dorrego y se subían al 201 que los llevaba hasta Villa Banana. “Nos bajábamos en Gaboto y Felipe Moré, donde estaba bastante descampado. Íbamos hasta un saloncito que había hecho el padre José Luis Bayo, en la Iglesia Nuestra Señora de la Salud. En ese saloncito alfabetizábamos”.
Apenas terminó el secundario comenzó a trabajar en un estudio contable. Mientras liquidaba sueldos y resolvía cuentas, estudiaba violín. Hasta que llega la propuesta de enseñar música en la Itatí: “Faltaban, siempre faltaron, docentes capacitadas para dar clases en esta especialidad. Ingresé con 24 años, el 9 de octubre de 1989. Al poco tiempo me ofrecieron otro cargo, dejé mi trabajo en el estudio contable y arranqué con el doble turno”. Laura dice que siempre aprendió y se formó junto a sus compañeras, en particular menciona en sus primeros años del oficio al padre Claudio Castricone y a Beatriz Silva, directora por entonces de la Itatí.
Los que siguieron fueron años de alegrías y de dolor: con dos hijos pequeños se las ingeniaba para atender el doble turno, estudiar de noche el profesorado, asumir el divorcio, más tarde la muerte de quien fuera su esposo, de su hermana y cuidar de sus padres enfermos. “Una compañera siempre me dice que soy las tres M: Mujer, Madre y Maestra. En ese orden”, larga con una sonrisa.
Laura habla de ese tiempo como “demoledor”. Pero como muchas tres M siguió adelante. Motivada desde su sindicato, también aprobó la licenciatura en pedagogía social. Más “un montón de cursos”, en particular orientados a las problemáticas de género.
En este ciclo escolar su nieto mayor –tiene otro de dos años y medio– comenzó el primer grado. Además de aprender a ser abuela, Laura creció como mamá escuchando a Ian, su hijo trans, a quien acompaña por estos días en los trámites para tener su nuevo documento de identidad.
La educación sexual integral (ESI) atraviesa toda la conversación: la vida de la escuela, la diversidad sexual, responder a los abusos y maltratos naturalizados, desarmar “esos micro machismos que sostienen al patriarcado”, ayudar a “empoderar a otras mujeres” y mostrar que un mundo sin violencias es posible.
Ni pública ni privada
La escuela de Las Flores está pegada a la parroquia Nuestra Señora de Itatí, en el predio también hay un comedor, más un servicio de orientación para la niñez y la juventud. “Acá no hay una escuela pública y una privada, acá hay escuela inclusiva o expulsiva. Y esta es una escuela inclusiva porque serlo no es incorporar chicos en forma numérica, sino darles herramientas para que pueden tener un futuro mejor, igualar en derechos, porque además se lo merecen”, fija posición ante las diferencias que en ese territorio ganado por los olvidos se vuelven absurdas.
Laura sostiene que la autoridad se construye desde el saber y desde el afecto, el amor, porque “no hay otra para enseñar, para aprender”. Las Flores es el lugar por el que optó permanecer en su trabajo. “Elegí siempre quedarme en esta escuela porque me enamoré, porque pasé más tiempo de mi vida acá que en mi casa. Porque creé lazos de amistad con un montón de mujeres, de mamás”, habla y con la mirada recorre el cuarto que hace de biblioteca. En ese momento entra María, una maestra del turno tarde que fue alumna en la Itatí. La presenta, la abraza. Ella pregunta si sobra una silla, porque falta en el salón. Corre a atender el timbre. Hablan de unas llaves. Todo en menos de 30 segundos. Instantes cotidianos que marcan el tiempo y la vida escolar.
María se va y Laura retoma la charla. Habla sin pausa, de un tema pasa a otro con esa capacidad única que tienen las docentes de mantener en un mismo nivel de interés todo lo que acontece en una escuela. Quizás porque así se vive ese oficio: enseñar, cuidar recreos, atender a las familias vulneradas, compartir alegrías, reunir útiles, planificar paseos que igualen en oportunidades, como ir un día a desayunar al bar El Cairo (una actividad que surgió en el tercer grado tras leer un cuento sobre la ciudad) o llevar a los de séptimo a conocer el mar (“Eso fue hasta 2015. El nuevo gobierno terminó con el turismo social”); capacitarse y de paso marchar para alertar contra la violencia y también para mantener las condiciones dignas de trabajo.
Laura cuenta que siempre charlan con sus compañeras y compañeros que en ese lugar de trabajo no pueden correr ni “la lástima” ni el “pobrecitos los chicos”.
Dice que muchas veces, cuando se habla de “maestra barrial o maestra villera” aparecen el miedo a la palabra villa y el trato como si ellas fueran Quijotes. “Y no es así. Hablamos de maestra villera porque trabajamos en un barrio con miles de necesidades y estamos abandonados tanto por el Estado como de quien se tiene que hacer cargo, al menos de la manera que se espera. No queremos ser más el contenedor de otras instituciones, que nos donen lo que sobra. Porque cuando das, es desde un lugar solidario. No se trata de dar lo que no te sirve sino compartir lo que tenés”, reflexiona Laura. Y sin que se lo mencione, en la charla sobrevuela la queja orientada al Arzobispado de Rosario, de donde depende esta escuela.
En la Itatí se hacen cargo de la falta de recursos, porque desde los arreglos hasta la pintura se pagan poniendo plata de los propios bolsillos. Por eso lamenta que el Estado no esté siempre. Pone el ejemplo de cuando se distribuyeron las netbooks, que se destinaban solo a las escuelas públicas, y la Itatí por ser privada jamás las recibió. “Ahí falla el Estado porque nosotros somos de gestión privada pero cumplimos una función social impresionante, como instrumento de resistencia. Y si bien es una escuela católica, te puedo asegurar que aquí se inscriben chicos que no están bautizados, que son evangélicos. Nosotros enseñamos, resistimos y soñamos como la escuela pública”, expresa. Laura tiene grabado en la espalda de su guardapolvo esa consigna (“enseña, resiste y sueña”) que motorizó la Escuela Itinerante impulsada, en 2017, por la CTERA.
Pocho y la virgen de Itatí
En Laura los tatuajes no pasan inadvertidos, para cada uno tiene una razón que compartir. Extiende su brazo para que se lea “Las Flores sur”. Dice que es una marca de identidad. “Me lo hice luego de una situación difícil que viví. Hacía poco que daba clases y me di cuenta que una nena de doce años o menos era abusaba por el padrastro. Ni psicólogo teníamos entonces. Y yo hice lo que pude: hablé con la directora y hablé con la mamá, cosa que no se hace, lo aprendí después. Pero la nena se fue y no la vi más hasta hace dos años, que la encuentro (ya mayor) junto a la entrada. Fue terrible. Ves esa mirada que te dice «Yo te conté a vos, y no hiciste nada…». La abracé y le pedí perdón por todo lo que no pude y supe hacer. Es algo que quedó abierto para mí”.
Esas marcas son las que también transformaron la escuela: con más clases de ESI, con la tarea a corto plazo de retomar encuentros con las mujeres del barrio, “en el centro de salud provincial, que está en el fondo”. En el fondo para donde señala Laura es para el lado del terraplén, el más al sur de la ciudad. “Otro país”, dice por el abandono que salta a la vista de cualquiera. Es el lugar donde hace dos semanas murió una nena de 10 años, quemada, en la casilla a la que su madrastra le prendió fuego.
Entre sus tatuajes también está uno que alude a Pocho Lepratti, “por el trabajo hormiga, el trabajo militante”. En esa mística de imágenes y rituales, aparece la de figura de la Virgen de Itatí. “Es identidad y respeto a las festividades del barrio, de la comunidad. Es importante respetarla como al Gauchito Gil”, opina Laura.
Entre balas y el hambre
Laura dice que la enoja mucho cuando Las Flores sur trasciende solo por cuestiones negativas, por lo malo. Su experiencia de recorrer el barrio le habla también de otra realidad. Más allá de esta percepción, acepta la pregunta sobre qué significa enseñar en un territorio atravesado por las violencias, por el narcotráfico. Recuerda que hace unos cinco años, en plenos enfrentamientos entre diferentes bandas, casi la matan en la puerta de la escuela. Salía a buscar su auto, cuando un compañero le grita que no siga, que se detenga ahí. En ese instante pasa una moto y una balacera casi la arrasa. Estaba dirigida a unos pibes que fumaban en la vereda, era una amenaza para ellos. “Volví a la escuela y me puse a llorar. Mis compañeras me daban ánimo, me decían que yo era fuerte. Nosotras somos las que no queremos rotular, ni estigmatizar, pero no dimensionamos la peligrosidad de ese momento”, reconoce Laura y la charla se extiende por el recuerdo de los alumnos que se llevó la violencia.
Laura vivió de cerca, desde la escuela, las crisis de los 90 y el 2001. Encuentra muchas similitudes con la actualidad. “La conexión con el ahora está en el hambre, en la pobreza, en la pérdida de derechos conquistados, en el abandono. No hay un peso”.
Cuenta que cada tanto le preguntan por qué nunca se cambió de escuela. Y ella dice que es una cuestión de no aflojarle a la esperanza. “Algunos piensan que nos estancamos, que no progresamos, como si hacerlo significara ir a otro lugar. Para nosotras progresar es otra cosa: es nutrirnos todos los días, tener herramientas para volcarlas acá y hacer una mejor escuela”. Y es cuando se entusiasma enumerando proyectos y experiencias pedagógicas bien valiosas.
“Esta es una escuela donde a los chicos se los quiere mucho. No se quieren ir de acá. Hay nenes que con 8 años se ponen el despertador para llamar a sus hermanitos y venir a clases. Un chico que hace eso no vive la niñez en su casa ¿Y dónde la vive? Acá. En la escuela es niño. Es la única oreja que tiene ese chico”. Es uno de los ejemplos en los que se apoya Laura para hablar de estas infancias.
Santiago Mac Guire, siempre presente
Los 22 años que Laura enseñó por la mañana y por la tarde tuvieron un costo para su cuerpo. Cuando iba estrenar clases en el secundario, en marzo de 2009, no pudo seguir. Los papeles asignan en estos casos “tareas diferentes” por no poder estar frente al aula. Laura no se quedó quieta: armó la biblioteca escolar, que además es una usina infinita de iniciativas. La llamó “Santiago Mac Guire”, en homenaje al ex sacerdote que fundó la escuela. “Me une a él una historia de amor y de admiración. Él también era profesor de música, además de teología y filosofía”, confía Laura sobre quien conoció personalmente cuando la escuela cumplió los 25 años, y Mac Guire se llegó hasta Las Flores. El educador falleció en 2001.
Santiago Mac Guire era sacerdote tercermundista, en 1966, en el Bajo Saladillo, abrió un centro de salud, una escuela y una capilla, a la que llama Nuestra Señora de Itatí; “porque era un barrio de pescadores, donde había muchos trabajadores relacionados con la vida del río, que adoraban la imagen de Itatí”, relata Laura. Allí enseñaron desde el inicio las hermanas Beatriz y Marta Silva; también “una maestra muy bella, María Magdalena Carey, de quien Santiago se enamora y deja los hábitos”. Eso ocurrió en 1968. En el Arzobispado estaba Guillermo Bolatti, fue todo un revuelo. Beatriz y Marta lograron sostener la escuela. Luego los militares también quisieron cerrarla. Pero las maestras consiguieron que en 1978 la escuela se mude a una casa muy humilde, en uno de los pasillos del barrio Las Flores. Más tarde se instala en el actual terreno.
En 1971, a Santiago Mac Guire lo encarcelan junto a otros sacerdotes tercermundistas, como Juan Carlos Arroyo y Néstor García. Luego salen, hasta que el 18 de abril de 1978, un grupo de tareas intercepta a Mac Guire en inmediaciones de la Escuela Juan Manso (Mitre al 2300) cuando llevaba a uno de sus hijos a clase. Es ahí –continúa Laura– cuando la esposa le pide ayuda a Bolatti y éste le dice que “lo habían secuestrado los Montoneros”. Al tiempo un llamado avisa que “había aparecido en el Batallón 121”.
Entre abril de 1978 y diciembre de 1983, Santiago Mac Guire pasó además por la Quinta de Funes, y las cárceles de Coronda, de Sierra Chica y de Rawson.
Cuando Mac Guire estaba en Coronda un oficial del penal junto a Eugenio Zitelli (capellán de la Policía de Santa Fe que trabajó para la dictadura) reciben a uno de los familiares. Lo mandan a buscar a Santiago, quien aparece arrastrándose con el brazo destruido. Lo único que dijo fue: “El señor me asiste”. Santiago salió de la cárcel con su brazo inmóvil como consecuencia de la tortura, pero él jamás se quebró. Su imagen íntegra está siempre presente.
“Yo estoy bautizada, aunque no tuve formación católica, pero cuando entré acá –valora Laura– tomé el ejemplo de los sacerdotes que tuvieron tanta labor social, de entrega, como el padre Claudio y como Santiago. Creo desde entonces que el cielo es de los pobres. Cómo no creer”.
Laura: mujer, madre y maestra – Red Juvenil Ignaciana | Santa Fe – Argentina
04/04/2019 en 12:21
[…] de un artículo que leí desde el portal Redacción Rosario. Si les interesa leer más, en el link encuentran el texto […]