Los pasos de Katyana disminuyen a medida que camina. Tal vez ella no se da cuenta, pero a la par, aumenta el brillo de sus ojos y se le empieza a entrecortar la voz. Recorre el patio de la sede de Gobernación y bucea por su memoria. “Era allá”, arriesga. “No, allá”, intenta de nuevo, girando bruscamente. Katyana busca los que fueron sus calabozos: “el Pico H”, como le decían al pabellón de los homosexuales, donde podía terminar cada vez que ponía su pie, travesti y prohibido, en la calle; y el otro, el del Servicio de Informaciones, donde estuvo también, no por trava, sino por ser la novia de un pibe militante que aún está desaparecido. Katyana Curcio tiene 63 años y es una de las 30 personas transexuales que recibió en 2018 la reparación histórica de la provincia, que incluye una pensión económica vitalicia y el perdón del Estado por los crímenes sufridos sólo por ser travestis. Este domingo, a 43 años del golpe del ‘76, marchó por memoria, verdad y Justicia por primera vez en su vida.
Cada 24 de marzo, Katyana siente tristeza. “No es un día para festejar, es un día para contar lo que pasaba y reflexionar. Para mí, no es un día muy ameno”, cuenta y dice que ella era “nunca todo”: nunca le interesó la política, nunca la entendió y nunca en su vida marchó por algo, aunque le parece bien, pero que ella no. Hasta este domingo. El 24 de marzo de 2019 será la primera vez que participe de una movilización y será con sus compañeras, las de la esquina, el Pico H y la reparación histórica que llegó para cambiarles todo. “Más que reparada, me siento reconocida”, dice. “Siento que reconocieron mi sufrimiento, ¿me entendés? Porque mi pasado no se puede reparar, mi pasado está hecho mierda”.
Amarse en tiempos de prohibición
Katyana Curcio llegó a Rosario a mediados de los ‘70 para “liberarse del todo”. No veía la hora de cumplir 18 años, dejar su San Nicolás natal y que las peleas con su papá (“un tano venido de la guerra, muuuuy machista”), cesen de una buena vez. Desde que tiene uso de razón, dice, siempre fue “muy mariquita”. “Ni a la pelota jugaba”, explica. Y cuenta: “Fui a un colegio religioso y fue un sufrimiento. Por suerte, los curas me echaron. Le dijeron a mí mamá que me tenía que hacer ver por un médico. «¿No se da cuenta que su hijo es extraño?», le decían”.
Tenía sólo diez años cuando las autoridades del colegio la dejaron afuera por “raro”. Para ella, fue lo mejor, porque arrancó en la escuela pública: con amigas mujeres, guardapolvo y mocasines, nada de corbatas y camisas. “En la pública fui feliz”, compara, casi 50 años después. Fue de las pocas travestis de su época (y de esta época) que pasó por una buena experiencia educativa y pudo terminar la secundaria. Más tarde, continuaría sus estudios y se recibiría de enfermera y cosmetóloga, “y todo lo relacionado a la estética”, que es a lo que se dedica ahora.
Cuando se pudo “ir a la mierda”, en busca de su liberación, llegó a una pensión céntrica rosarina. Y ahí conoció a Agustín. “No solamente estuve enamorada de él, sino que me sentía protegida. Él siempre me hablaba de la lucha por los derechos de cada uno, pero nunca pensé que eso era militar por algo. Después conocí a un montón de hombres y ninguno se compara con él. Por cómo me hacía sentir. Yo con él me sentía querida, apoyada y defendida”.
Agustín era un pibe de Entre Ríos que vivía en la misma pensión, en la habitación de al lado. Primero fueron amigos. Después se enamoraron y se mudaron juntos, a una misma habitación. Katyana y Agustín salieron durante un año y medio. Ella nunca supo que él era militante de algo, ella supone que de algún partido de izquierda, hasta que los militares allanaron la habitación y le encontraron libros, volantes y un mimeógrafo. Agustín ya llevaba cuatro días sin volver a casa y esa vez, se la llevaron a ella. Tenía 19 y estuvo detenida dos años y medio. Agustín continúa desaparecido.
“Si no vuelvo, no te preocupes”
Cada vez que salía a la calle, Katyana le recordaba a Agustín: “Si no vuelvo, no te preocupes. Es porque caí presa”. Era la rutina trava de la época. A ellas les alcanzaba con ver que alguna no había vuelto a dormir para saber que había caído.Y entonces le preparaban comida, unos productos higiénicos y le llevaban. Ser travesti antes, durante y después de la dictadura militar (sí, hasta el 2010 se mantuvieron las mismas normas) implicaba que exista una alta posibilidad de salir a la calle y quedar presa por 30, 60, 120 días. No era necesario estar ejerciendo la prostitución, cualquier atisbo de ser varón y tener rasgos femeninos, de mujer, alcanzaba para estar infringiendo la ley y ser sometida al Pico H, a golpes y a violaciones. Las travas caían y perdían todo: el alquiler en la pensión, sus pocas pertenencias, la posibilidad de sostener un trabajo o de ir a la escuela. Apenas menciona esas detenciones. Dice que el máximo que le tocó a ella fue de 40 días, porque no era muy rebelde, y porque siempre tenía escondidos entre su cuerpo algunos pesos para charlar con el comisario de turno.
Sí habla de lo otro. De cuando se la llevaron por las cosas de Agustín. “Esos dos años presa estuve en el Servicio de Informaciones, en un pabellón de subversivos y después en Coronda. Fue espantoso”, recuerda. “Imaginate que en cada pabellón había como 150 hombres. Y yo. Tenía que acceder o acceder, ¿me entendés? Por suerte aprendí a pilotearla, a llevarme mejor con el que mandaba más, así fuera bien feo. Esa era la única manera de que me respeten un poco más”. Pero no cuenta demasiado. Dice lo justo y necesario, se le mezclan las fechas y lugares. Reconstruye de a poco. “Fue terrible”, resume. Y agrega: “Lo tengo casi borrado de mi cabeza”.
“Me exilié en el ‘79 y volví en el ‘84, cuando volvió la democracia”, repasa. “Durante esos años estuve en Centroamérica. La única diferencia con Argentina fue que no caía presa, el maltrato y los abusos eran iguales. Cuando volví, las cosas no habían cambiado mucho para nosotras. La diferencia era que en la dictadura no volvías más. A muchas amigas no las vimos más. Fue una época muy fea y muy triste para todo el país. Dios quiera nunca se repita”.
Estar viva
Katyana Curcio vive sola en San Nicolás. Tiene una peluquería, un perro y tres perritas. Hasta hace poco tuvo novio. Ahora, vive para ella, sus mascotas, su negocio. También es actriz. Siempre hizo unipersonales, stand up, comedia, pero ahora es una de las protagonistas de Finalmente reparadas, la obra que realiza junto a cuatro amigas que también recibieron la reparación histórica. “Nunca había hecho drama y me cuesta mucho. Me quiebro, quedo re mal. A veces no puedo ni salir a saludar”, confiesa y muestra: mientras habla con El Eslabón, las lágrimas empiezan a notarse en su mirada.
A pesar de la tristeza, ella celebra las repercusiones que está teniendo la obra. “Traer la memoria es bueno. La gente tiene que saber lo que pasamos”, rescata. Y contó que en Venado Tuerto una chica se acercó a pedirles perdón “por no saber”. En Rosario, un ex policía hizo lo mismo. Pidió perdón y se presentó: era uno de las que las llevaba en cana. Para ella es fundamental poder contar en primera persona y decir, cada vez que pueda: “No es un cuento, es mi pasado, es real”.
Pocas travestis han llegado a su edad. “Tengo una genética que no sabés”, dice, mientras toma un exprimido de naranja. “Mi madre falleció a los 103 y mi abuela a los 106. Y hace poco me hice un electro y me dio que tengo un corazón de 30”. A pocas cuadras del ex Servicios de Informaciones, del Pico H, dice que nunca había pensando en la vida que tiene ahora. Si vivía, era por los genes. Nunca había imaginado otra posibilidad. “Yo agradezco y celebro estar viva y contarte mi historia así. No escondida, sentada en un bar”.