Una, dos, infinitas carcajadas irrumpen en Barra al 3400, barrio Moderno. Es la hora de la siesta pero no hay silencio. Un grupo de mujeres, de 8 a 74 años, está en la vereda. El mate circula –el coronavirus todavía es un peligro lejano–  y con él, las historias, las anécdotas y los chismes. Todas repiten una coreografía de la risa. La letra a se estira al infinito, es cada vez más aguda, y de golpe, explota en una carcajada, también aguda, penetrante, contagiosa. El centro de la ronda, y de la charla, es Zulma, la mami, la abuela, la responsable de esas siestas que ya no son más solas en casa.

Foto: Candela Robles
Foto: Candela Robles

Dicen que es una mujer que ayuda mucho, que nunca se fija a la hora de dar una mano, que siempre está, que la aprecian un montón por cómo es. Dicen que Zulma Lugones es militante desde hace un montón de años y que siempre estuvo para la gente. “Es como que ella siempre le pregunta al que más necesita y siempre te va a dar más de lo que tiene”, aseguran.  Dicen que trae el recuerdo a leche con sémola, que es una excelente mujer, la abuela del barrio para las que no tienen abuela y la mami para todos y todas.

Zulma Lugones tiene 74 años, 17 hijos, 70 nietos y “como 40” bisnietos. No entran en esa lista los y las familiares del corazón: el que pasa y toca bocina, el que le lanza un beso, las que trabajan en el merendero, los pibitos que se acercan a buscar la leche, las que la recuerdan de las otras crisis y del abrazo de la comida materna del barrio a la casa. Todos los días de la semana, su nieta abre las puertas de su casa y una de sus habitaciones tiene nombre: “Merendero de la Mami Zulma”. Reciben a 190 chicos y chicas que buscan la leche y la toman en su casa. A los mismos le dan comida. También hay grupos de a diez mujeres que cocinan empanadas, pizzas, canelones, tortas fritas, lo que se puede cuando haya. Lo venden y después dividen la ganancia entre todas. Cuando no van a trabajar, extrañan el merendero. “La mejor terapia es estar juntas y hablar al pedo”, aseguran.

Trabajo pago y amor

Tiene todo anotado en un cuaderno anillado tamaño oficio. Escribe con birome azul y tiene la letra clara, definida, prolija. Va pasando las hojas y muestra: acá están los turnos de las mujeres, acá los nombres de los chicos que vienen a buscar la leche, acá cómo están organizados los grupos de la cocina. Son las 17 y el calor agobia todavía en Rosario. De a poco, los vecinos y las vecinas se acercan con jarras para buscar su porción de merienda y llevar a la casa. Dos nenes en pata y sin remera miran a Zulma mientras ella muestra sus anotaciones. Tienen cara de traviesos y ella lo confirma. Los mira con cariño, les acaricia la cabeza y remarca: “Estos son dos atorrantes”.

Foto: Candela Robles
Foto: Candela Robles
Foto: Candela Robles

Zulma Lugones da leche y comida en los barrios desde hace 15 años. Hace tres que el merendero funciona en la casa de su nieta Noelia. Todos los días a las 15, un grupo de 10 de mujeres –que cambia según el trabajo de la jornada– se acerca a trabajar. Todas cobran el salario social complementario y se dividen en partes iguales lo que saquen de la venta de empanadas, prepizzas, canelones. Antes lo hacían gratis, ahora es un trabajo. “Ella nos enseñó a hacer valorar lo que hacemos. Que es un trabajo, aunque no se siente así”, aseguran al unísono. Zulma está en todos los emprendimientos. Su favorito es el de los canelones. Le encanta armarlos.

Para Zulma, lo que hace no es un acto de militancia. Ella dice que es “un acto de nosotras mismas”, y que si se juntó con otras, es porque sola no puede. “Yo siento que doy ayuda. Estoy cerca de ellas siempre y les digo que son las que tienen que aprender a que esto siga adelante. Porque además el día de mañana se pueden juntar con unas vecinas y van a saber organizarse y vender, tal como hacen acá. Nunca tienen que pasar hambre, la gente no puede vivir así”, explica. El ejemplo es ella misma: “Yo he vendido lo que podía hacer y a mis hijos nunca le faltó nada. No había lujos, pero comida en su mesa siempre tuvieron”.

Foto: Candela Robles
Foto: Candela Robles

De todo lo que tienen y dan en el comedor sólo reciben la leche desde el Movimiento Evita, el espacio del que forma parte. El resto, asegura, lo bancan ellas. Lo que más cuesta es la garrafa. “Todas dejan por su voluntad 300 pesos mensuales para poder comprar el gas y lo necesario. Y así vamos para adelante”, cuenta. “Sabemos que si no nos damos las manos una con la otra no podemos hacer nada”.

Zulma está sentada en una silla de plástico blanca. Tiene el pelo atado y una remera clarita, elegante. La entrevista se interrumpe con un auto que pasa y le toca bocina. Desde adentro, el conductor le tira un beso. Ella levanta el brazo, saluda con un grito, una sonrisa. Después se da vuelta y pregunta, con ojos pícaros, “¿Quién era?”.  “Sos famosa Zulma”, le dicen las chicas.

La hija del caudillo

Zulma Lugones nació el 29 de octubre de 1945, en Resistencia, Chaco. Dice que fue una niña muy malcriada y mimada. “Cuando estaba con mi mamá y mi papá, yo decía que quería algo y me lo daban”, recuerda. Su papá era Roberto Lugones y su mamá Alcira Santillán. “Eran dos personas divinas que me adoptaron y me criaron”. Destaca más de una vez que no eran sus padres biológicos y recuerda con ternura también el amor que le dieron. “Cuando yo tenía 12 años adoptaron a mi hermana. Somos dos adoptadas y estamos juntas. Fueron dos hermosas personas, yo las traje del norte, las hice vivir en mi pieza y ahí terminaron su vida. Los cuidé junto a mis hijos porque eran dos viejos hermosos. Estoy orgullosa de haber sido adoptada”.

“Mi papá era un hombre alto, elegante, y hablaba de política todo el día. En ese tiempo llegaban las cajas con sidra y pan dulce con el nombre de cada familia. Y él las entregaba. Yo por eso siempre fui militante. Me crié con él, que era un caudillo”. De esos años, Zulma se acuerda del día que conoció a Evita: “Ella había ido a repartir ropa. Y me acuerdo porque me entregó por la ventana del tren un paquete. Vos estirabas la mano y ella te la agarraba. Mi mamá estiró la mano y también se la dio a ella. Nunca me olvido de eso. En el paquete había un saco color bordó, largo, y un perrito que le tocabas la cabeza así….”. La mujer se ríe con tanta fuerza y sinceridad que no puede terminar con la descripción.

Foto: Candela Robles

Zulma tenía apenas 13 años cuando se fue a vivir al campo con quien sería el papá de todos sus hijos. “De ser malcriada y fina, fui a un lugar donde solamente había picadillo, arroz y mortadela”, dice. A eso de los 26, decidió venirse a Rosario. Ya tenía seis hijos. “Vinimos por la situación económica. Allá teníamos que cargar con todo, y no teníamos valijas, sino una bolsa. Y seguíamos. Mis hijos estaban creciendo, los dos más grandes tenían que ir a la escuela y no podían, porque estábamos un día en un lugar, otro día en la cosecha, otro en obraje”. Zulma se plantó a pesar de las quejas y las advertencias. Y se vinieron.

La familia llegó en un tren carguero a la estación Rosario Oeste, de calle Paraná y Córdoba. Era el año 1967 y, dice Zulma, no tenían nada. Se acomodaron en la estación. Ella dejó a los chicos con su papá y salió a buscar. Lo primero que conoció de Rosario fueron las Cuatro Plazas, guiada por un viejito que le dijo que busque al padre Elmo Gorza. Con el cura consiguieron el primer techo y los primeros trabajos.

“Trabajé, cirujié, manguié en las iglesias, luché mucho para poder criar a mis hijos. Luego entré en Emaús, una institución de la Iglesia donde me capacitaron para ser agente de salud de la provincia. Hacía visitas domiciliarias controlando vacunas, embarazadas y todo tipo de enfermedad. Llevábamos la salud a lugares donde no había. Eran tiempos difíciles porque la gente nunca se arrimaba al médico. Todos parían en la casa, por ejemplo, y yo hasta partera fui. Gracias a Dios, todas las cosas que pude hacer en la vida me salieron bien. Y así llegué acá, y así estoy hoy día”, relata.

Foto: Candela Robles
Foto: Candela Robles

Inquieta contra el virus 

Zulma asegura que no le queda nada pendiente en la vida. Se le nota. Ser de risa tan fácil debe significar algo. Al cierre de esta edición, la mujer, que sufre epoc crónico, está en cuarentena. Ya venía cumpliendo la medida a rajatabla. También había dicho que no suele quedarse en la cama ni cinco minutos. Que duerme poco, que por la mañana siempre va a dar una mano a quien lo necesite y que a las 15 en punto está en la puerta del merendero. “Estoy en mi casa, incómoda, porque me gusta salir, andar, venir, volver. Soy una vieja intranquila, pero voy a soportar estos días porque no quiero caer con enfermedades. Me recuperé de una fuerte y quiero seguir adelante”, dice con fe inquebrantable.

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