7 AM, arriba. Ni siquiera los días normales, sin cuarentena, me levanto tan temprano. Estamos casi en la quincena de encierro y lo más lejos que llegué fue cuando caminé hasta el cajero de la intersección de peatonales. Ahora voy a salir y cruzar casi toda la ciudad.

Hace unos días, haciendo ejercicio para matar el tiempo y cansarme un poco, se me rompieron las zapatillas. Como no estoy en mi casa y “hago cuarentena” de prestado, es el único calzado que tengo. Y me traje solo una malla. Le reviso el placar a mi hermano y agarro una bermuda. Se que las zapatillas rotas van a ser una incomodidad a lo largo de toda la jornada.

Desde el Ministerio de Desarrollo Social me enviaron un salvoconducto para poder circular. En realidad, se llama certificado. Pero decirle salvoconducto se adecúa más a la situación excepcional. Y, además, siempre quise tener uno, como en las películas y novelas. Decir: “Tengo el salvoconducto”.

Por WhatsApp me avisan el punto de encuentro y algunas características del operativo: antes abarcaron alrededor de 6 mil familias que surgieron del mapeo realizado por la Mesa de Emergencia en la que confluyen organizaciones sociales, religiosas, sindicales y organismos estatales. Esta segunda etapa comprende a todas esas otras familias y sectores de la ciudad que quedaron “fuera del radar” tradicional. A las 9 de la mañana hay que estar en Bv. Seguí y Felipe Moré.

Coordinamos con Manuel, el fotógrafo, para encontrarnos y acercarnos juntos al lugar. Me subo a un taxi. El taxista debe andar por los 60 años y me cuenta que no está seguro de estar ahí arriba trabajando, pero no le queda otra alternativa porque no es el dueño y no tiene sueldo. Retomó el trabajo el lunes porque necesitaba juntar algo de plata.

“No me obliga mi patrón, me obliga la situación”, me dice, y le hago una broma sobre la imposibilidad de hacer homeoffice. Se ríe y me señala: “No quiero ni pensar qué hubiera pasado si estaba el gobierno anterior”. Además, supone que Macri hubiera seguido la línea de Bolsonaro. Llegamos. “Te toca arrancar a vos”, bromea. Le contesto: “Estoy más nervioso que cuando tenía que sacar a bailar a una chica en una tertulia”. Risas, saludos, y me bajo.

Estamos en la esquina indicada a las 8 y media porque, tratándose de militares, la puntualidad debe estar asegurada. No hay nadie.

Foto: Manuel Costa

Mientras esperamos la llegada del Ejército, con Manuel nos quedamos hablando de Malvinas. Él era chico y lo vivió. Le comento que el día anterior, la mujer del departamento de abajo, mientras regaba las plantas, se quejaba de que ya no le creía nada a la televisión: “Mi novio no volvió, y también nos decían que le mandaban cosas”.

Yo intuí que estaba mirando el noticiero e informaban sobre el operativo del que seríamos espectadores: el Ejército y la Fuerza Aérea sumándose al Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia en los barrios de la ciudad para enfrentar las consecuencias más duras de la pandemia. Es cierto: suena poco creíble. Aunque prácticamente todo lo que ocurrió en los últimos 20 días suena poco creíble.

El fotógrafo me afirma que él se acuerda de lo que pasaban en la televisión durante Malvinas: “Parecía el Mundial”. Le pregunto si esto se le asemeja en algo, ya que tanto hablan de guerra. Piensa que, para la población en el continente, esta pandemia se parece más a una guerra: porque hay calles vacías, está parada la producción, las empresas y negocios cerrados, hay amenazas de desabastecimiento y cuarentena. En aquella época -me dice-, la vida siguió siendo la misma: iba al colegio y continuaban las actividades y el tránsito habitual.

Lo más parecido al ‘82 es el seguimiento de las noticias, aunque ahora, por una obvia cuestión de recursos y conexiones, es minuto a minuto. Entonces me cuenta sobre documentales, características de los vuelos que realizaban los pilotos argentinos, las operaciones de aprovisionamiento y el intento de mantener el puente aéreo para llevar la mercadería. Destaca el rol de la Fuerza Aérea a diferencia de la Armada, que se escondió tras el hundimiento del crucero Gral. Belgrano. Comenta sobre la misión de la Compañía de Comandos a cargo de Aldo Rico y detalla la capacidad letal de los misiles Exocet.

Estamos en plena conversación sobre las películas de guerra que abarrotaban la programación televisiva entre abril y junio de 1982 cuando nos indican que avancemos por un trecho adoquinado de Felipe Moré hasta el empalme por donde ingresará el camión del Ejército con los módulos alimenticios para repartir. En esta parte, hay construcciones antiguas que sobreviven de un paisaje rural, posibles pulperías y almacenes de ramos generales a la vera del ferrocarril.

Foto: Manuel Costa

Una vez en la esquina, algunos soldados descienden del Unimog. Otros se quedan arriba y van alcanzando las bolsas con alimentos secos. Me llama la atención lo jóvenes que son: bastante menores que yo. Los soldaditos se apelotonan al borde del camión y retiran sus mochilas. “Bonitos y sonrientes”, les dice uno de los jefes. Todos ríen.

Los voluntarios del ministerio, los de la municipalidad y los soldados agarran dos bolsas de alimentos y se meten al barrio. Tocan la puerta, saludan y dejan un bolsón. El clima intenta descomponerse, hay una llovizna. Pero la satisfacción de los vecinos es inmutable. Agradecen y reconocen que la entrega se haga casa por casa, para evitar las aglomeraciones. La Gendarmería hace la custodia perimetral. La Policía mira a la distancia.

Me interno por uno de los pasillos detrás del fotógrafo del Ejército. Se para a sacar una foto. Me pongo a la par y saco la misma foto. “Lo imito porque le veo más cancha con esto”, le digo, para distenderme. “No sé si tanta, che”, me responde, a media sonrisa. Hay simpatía: seguimos por el pasillo. Al llegar a un cruce, sale un chico a las apuradas y me dice que no le dejaron bolsa. Le respondo que espere y me acerco a uno de los soldados que están repartiendo sobre otra de los pasillos internos del barrio. Le indico donde es el lugar y va con una bolsa. El chico la recibe y se mete corriendo.

Foto: Manuel Costa
Foto: Manuel Costa

En las últimas dos noches, hubo cacerolazos pidiendo que los políticos se rebajen el sueldo. Lo hablamos con el taxista. “Menos mal que son estos políticos y no como los de Europa, que hicieron todo mal”, nos dice. Y agrega que por una vez se ganaron el sueldo y que no es momento para esos pedidos. “Si le preguntas a la gente, te van a responder que el problema son los empresarios que suben los precios, por eso mandan a hacer el cacerolazo”, indica.

En el barrio donde estoy acuarentenado, los patrióticos aplausos de las 21 horas fueron disminuyendo con el correr de los días, pero los cacerolazos se escucharon fuerte las dos noches. Incluyeron redoblantes y gritos desencajados desde los balcones. Hay uno que todas las noches sale y grita: “Vamos Alberto, carajo”. Se ganó algún acompañamiento con la insistencia y algunas puteadas. Esta es la cuarentena céntrica.

“Acá tratamos de mantenernos todos adentro, pero, en lo posible, estamos bien”, dice uno de los comerciantes del barrio que viene en una moto con un carro. “Recién estuvimos sacando la basura”, revela, y evalúa que está muy bien que repartan casa por casa. Los vecinos salen a la puerta y miran cómo se desarrolla el operativo. Hacen bromas con las cámaras de televisión, pasan de un lado al otro de los callejoncitos. “Acá recibimos, acá recibimos”, repite un viejo apoyado en un remolque, con una sonrisa a la que le faltan varios dientes, cuando pasa de vuelta uno de los soldados. El uniformado levanta la mano en señal de saludo.

La condición distópica de la experiencia que sobrecogió a la sociedad entera, en este barrio, tiene un matiz distinto. No es la misma paranoia que uno puede advertir en el centro de las ciudades. Tampoco es la misma velocidad que se imprime en los hechos: hay otras formas de habitar el espacio y eso puede advertirse a simple vista. Un chico en bici se acerca y pregunta si entregan mercadería. Le contestan que la metodología es casa por casa, un módulo alimenticio por familia, y el pibe sale disparado por un pasillo.

Foto: Manuel Costa

Una de las chicas de la Municipalidad se está poniendo alcohol en gel. Me acerco y le pido un poco. Ella me da el potecito y suma un Off. “Ponete también, es zona de dengue”, me explica. Pienso en la distopía: acá la realidad cobra grados extremos que distorsionan los límites de lo previsible y alteran la imaginación, pero no se transcriben en las escenas narradas en Black Mirror o Years and Years. Hablamos de otra cosa, bastante alejadas de las épicas del sillón y demás modalidades del etnocentrismo de las capas medias: no son las pesadillas que intranquilizan un sueño echado con gracia sobre un somier en macrocentro.

Un soldado le ata el barbijo al otro. Uno de los jefes reúne un grupo de seis soldados y les echa alcohol en gel en las manos. La escena hasta transmite cierta ternura. Después juntan una bolsa en cada mano y se meten a seguir repartiendo. A lo largo de los pasillos se mezcla la gente del barrio, los soldados con el uniforme camuflado y los civiles con las pecheras del ministerio. El camión se estacionó en la canchita: los que reparten van y vienen para recargar.

El paisaje es el habitual: pibitos en cuero que juegan, madres con hijos en brazos, perros, gallinas, chapas, puertas de tela, alambrados, maderas, pilas de colchones, sillas, chatarra y una pared de ladrillos con un altar del Gauchito Gil incrustado.

A medida que nos alejamos del punto de reparto, la realidad adquiere otro dinamismo: es la sensación de “salir a ver el mundo”. Vuelvo esperando que, en esta “guerra” que vivimos, alguien me pida el certificado para decirle: “Este es mi salvoconducto”. Pero no me lo piden. Cruzo caminando todo el centro. Y nadie me para: me sorprende la cantidad de gente circulando.

Mientras tanto, chancleteo la zapatilla rota y voy hablando con mi viejo: él participó en el Operativo Dorrego en 1973 tras las inundaciones en Lincoln. Conversamos sobre similitudes y diferencias. El Operativo Dorrego que lanzó el general Carcagno, jefe del Ejército, junto a la Juventud Peronista, con sus falencias y limitaciones, albergaba una visión más ambiciosa: se basaba en una modificación doctrinaria y de mandos. Y era una intervención más integral, de infraestructura. No duró. Pero lo pretendía. Hoy es una actuación de emergencia. Paliar el hambre.

La pandemia pone en discusión las formas de autoridad y, en definitiva, la democracia por venir. Me pregunto: ¿puede ser esta intervención de emergencia el puntapié de otras reformas castrenses? ¿Es momento de idear una forma de reintroducir el factor militar a una política nacional? O mejor: pensar cómo se asume y adecúa ese factor militar reintegrado por la prepotencia de los hechos a la vida política argentina. “La historia se repite”, me dice mi viejo. “No, ustedes fueron a trabajar. Yo voy a escribir. A mí ni los milicos me hacen laburar en serio”, le contesto y entro: fin de la excursión.


Fuente: El Eslabón

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