Yo no sé, no. Con Pedro nos acostumbramos a que en otoño, más que en primavera o que en el mismo verano, irnos cada vez que podíamos hacia la Vía Honda, a recorrer ese caminito del terraplén, no tenía precio. El sendero era como un reptil sin comienzo ni final, un camino viboreante con curvas, con bajadas y subidas que para la bici eran todo un desafío. Entre el primer puente, Avellaneda y Rivas, hasta el último, Avellaneda y Uriburu, todo se podía ver en su recorrido. Desde quintas, vacas, caseríos humildes, barrios con chalecitos, una o dos lagunas, fábricas, canchas.

Otro de los desafíos era una carrera a pata o en bici por cada lado de la vía. Podía ser mano a mano o en equipos y si había llovido, mejor, porque la tierra húmeda y colorada es resbaladiza.

Sin quererlo, nos estábamos entrenando, entre otras cosas, para el fútbol, porque los tobillos se hacían fuertes y flexibles. Y cuando al tiempo nos tocó jugar en canchas embarradas, ya teníamos cierta práctica. Un partido en una cancha de barrio Triángulo, en una jugada al 11 había que jugársela finito entre un charco y la línea lateral, y así fue como Pedro se la puso como en un billar, con un raro efecto que parecía que tomaba una curva hacia afuera pero seguía adentro hacia y hacia adelante. El 11 la tomó justito frenando y la colocó en el primer palo.

Con el tiempo, en la militancia secundaria, era otro el sendero, con otras curvas. Ahí nos dimos cuenta que era más resbaladizo, que el desafío era más importante y que para el enemigo principal de nuestro proyecto nacional y popular, desde los más grandes a los más chiquitos éramos sus potencial enemigo. Sin duda íbamos recorriendo un camino de aplanar la curva de la desigualdad o por lo menos incorporando a muchos más sectores en esa larga lucha, en ese largo sendero, en esa larga marcha, dirían Mao y el General. Al poco tiempo se nos vino todo abajo, borrándonos del paisaje de esa patria que queríamos, la que vivíamos jugando en el sendero de Vía Honda, quintas, fábricas, vacas, escuelas, barrios para trabajadores, electricidad nueva, aljibes, lagunitas nuevas, algunas producto de la lluvia, otras del hombre, para regar. Esos cuatro puentes, desde Rivas hasta Uriburu, eran como la patria misma y de pronto, desde el 76, ese sendero empezó a desaparecer. Y no era que desaparecía porque ya éramos grandecitos, sino porque la misma dictadura se había encargado de hacer más difícil el estudiar, el andar en bicicleta. Pronto cerraría la principal fábrica. Y donde antes había quintas, empezó a haber yuyos, y donde había vacas, pavimento con un camino que era fundamentalmente para camiones, no para personas. Habían aplanado la curva a su favor. Para un país agroexportador, con poca gente, con pocos caminos y curvas festivas, alegres.

Ahora tenemos la gran oportunidad, me dice Pedro, si aplanamos desde nuestra trinchera, que es cada casa, la curva fulera de este bicho, cuando salgamos tenemos que ir creando nuevos senderos, con nuevas curvas y nuevos desafíos. Sabemos que el enemigo principal es el de siempre. La experiencia la tenemos los más grandes, y si le sumamos el entusiasmo de los pibes, que tal vez salgan fortalecidos de esta, iremos por un camino seguro o por lo menos con los tobillos del alma fortalecidos y flexibles para no desbarrancar en la primera curva, después de algún temporal. Esto me lo dice mirando por la ventana un caminito que ya no está, que es el de la esquina que producto de la cuarentena y del poco andar de los vecinos a la panadería, está cubierto de yuyos. Era un caminito con una curva que cuando llovía era todo un desafío, pero Pedro la sigue mirando y dice: Cuando volvamos, todas las curvas van a ser dominadas por nosotros. O pelearemos en ese intento.

Fuente: El Eslabón

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