No es la primera vez que la humanidad transita por catástrofes epidemiológicas y todo hace suponer que no será la última.

Más allá de la biología como único dato cierto para creer que nunca estaremos exentos de cualquier mala jugada de la naturaleza, ciertas eclosiones –verdaderas estampidas virales como la que padecemos– parecen tener su origen y desarrollo a partir de formas específicas de relación establecidas entre humanos, ya sea a nivel de la producción de bienes e insumos, como de costumbres y hábitos condicionados por esas mismas formas e incorporados a una nómina de factores de riesgo que hacen de la transmisibilidad de estos fenómenos un arma de exterminio masivo.

Metáfora bélica que complementa de maravillas la idea recurrente de una causalidad política o “conspirativa”, que siempre aporta argumentos bien fundados para mentes predispuestas, suponiendo la maldad o perversión jugando sus apuestas detrás de intereses bien definidos e históricamente inalterables: poder, hegemonías, control de recursos, tecnologías y territorios, etc.

Las guerras suelen ser el terreno en el cual la política dirime sus diferencias más irreductibles y cuando esto no resulta aconsejable, por diferentes razones, se vuelve perfectamente verosímil cualquier intento “creativo” por reemplazarlas alcanzando los mismos resultados.

Retomando nuestro planteo, si hay una responsabilidad por sobre una razón estrictamente biológica y natural, la tenemos que buscar necesariamente en la intersubjetividad, o sea en el “entre” dos o más personas realizando una actividad o llevando a cabo determinada tarea. No hay manera de eludir esta primera instancia.

Esto quiere decir que el modo en que un grupo de personas organizan y planifican tiene efectos y consecuencias, entre ellos la posibilidad de convertirse en agentes causales y transmisores de un virus letal.

Podríamos decir con bastante seguridad que el modo de producir alimentos, por ejemplo –el Covid parece tener su origen allí– es determinante bajo ciertas condiciones –higiene, salubridad, valor nutricional– lo que viene a confirmar la hipótesis inicial de que cualquier anomalía, distorsión o desequilibrio, se origina en una relación social determinada.

Siendo una relación social de producción –alimentos, en este caso– podríamos preguntarnos cómo se organiza dicha producción y dentro de qué parámetros materiales y sociales se lleva a cabo.

De acuerdo con esta lógica, lo más importante no sería lo que las personas produzcan, sino cómo se organizan para hacerlo y con qué fines.

Las relaciones socio-laborales constituyen la base de la producción capitalista y se fundan en la libre compraventa de fuerza de trabajo y en la propiedad privada de medios de producción.

Aquí se revela con suficiente claridad la inmanencia entre fines y medios, porque lo que aparece camuflado u oculto entre las razones “productivistas” de satisfacción de necesidades, es el objetivo central de dicha organización. Esto es la obtención de ganancia, de un rédito dinerario –única medida de valor capitalista– que opera como el incentivo mayor y la causa por excelencia de formas orientadas hacia la maximización de rendimientos.

Esto sitúa en el centro del debate la relación inicial –propietario > trabajador asalariado– ya que el primer movimiento es la compra de una mercancía esencial que no es otra que la capacidad humana de trabajar.
Siendo el trabajo humano una mercancía creadora de valor, se origina como consecuencia un mercado de trabajo cuyos movimientos estarán signados por la oferta y la demanda y sujeto a sus avatares y contingencias.

No resulta difícil con este marco conceptual, seguir el curso de lo que sería el itinerario “natural” de esta forma de relación social, que no es sino la manera en que se concreta la intersubjetividad, o sea, la conformación de lazos entre personas mediados por un fin o propósito.

Dicho propósito se realiza en armonía con los intereses del dueño del capital que ejerce su poder de compra y decide el modo en que se va a producir. Este modo es consustancial al sostenimiento de una determinada rentabilidad que, de alterarse, pone en riesgo el sistema y amenaza la existencia misma del capitalista como tal.

Así, un funcionamiento sistémico se pone en marcha por encima incluso de las voluntades particulares de capitalistas y trabajadores.

Toda variable estará subordinada al sistema, ya que el trabajo como actividad humana constitutiva y esencial está capturado en una lógica de hierro. Lógica que privilegia la ganancia cuya resultante positiva es la inversión, que a su vez será el único mecanismo de reproducción “genuino” que el sistema posee y que de no producirse lleva inevitablemente al colapso generalizado, destruyendo capitales y fuerza de trabajo.

Las diferentes crisis económicas y sociales que hemos padecido por años, tienen aquí y sólo aquí la razón principalísima. Desocupación y pobreza, atraso tecnológico y vulnerabilidad sanitaria, son algunas de las luces de alarma que comienzan a encenderse cuando el capital no consigue niveles suficientes de rentabilidad que promuevan la inversión, esa instancia vital para su supervivencia.

Lo expuesto marca con alguna claridad los límites y responsabilidades de una forma de organización social. Las epidemias no se explican por un acontecimiento natural excepcional, congruente con nuestra condición biológica. Ese puede ser el comienzo de un brote localizado en una determinada área. Pandemia es otra cosa.

Es la multiplicación infinita de casos, llevada al paroxismo por la complicidad de un sistema que carece de mecanismos de defensa, puesto que sus premisas e intereses básicos no son otros que su propia reproducción, y esta sólo se realiza en una acumulación incesante.

No se satisfacen necesidades, se hacen negocios. No se cuida la salud, en el mejor de los casos se preserva la fuerza de trabajo. La producción de bienes e insumos no está regida por el bienestar de la población, sino por las “necesidades” creadas artificiosamente en aras de un consumo sobredimensionado y adictivo.

Morirán los que tengan que morir, parece ser la única consigna posible en consonancia con la lógica sistémica. No hay ayuda estatal que alcance pues el Estado capitalista es finalmente un socio calificado y el reaseguro final de esta lógica.

Finalmente hay que ir a trabajar, producir, vender y comprar.
Aunque eso signifique la enfermedad y la muerte.

*Psicólogo-psicoanalista
Miembro de PRISMA Cooperativa de trabajo en Salud Mental

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