Desde los banderazos en el Monumento en defensa de Vicentin, en Rosario se sucedieron una serie de marchas que incluyeron la de ciclistas por los humedales hasta los restauranteros, maestras jardineras y dueños de gimnasios y canchas de fútbol 5 asfixiados por la inactividad. Pero la presencia de policías en las afueras de la Unidad Regional II y las caravanas de motorizados fueron un acompañamiento marginal a la tensión que se vivió en la quinta de Olivos. El conflicto en Santa Fe es otro que, a los salarios, le agrega el paquete de reforma y los chispazos con senadores.

La ausencia de movilizaciones en respaldo del gobierno dio lugar a breves incursiones callejeras con más neurastenia que organización. Rosario tuvo las suyas, con sus componentes locales. En el resto de la Provincia los brotes fueron más bien aislados y como repercusiones de marchas nacionales. La imposibilidad de expresar la fuerza en las calles, produjo una paradoja para el gobierno nacional: la mayor expresión de la capacidad movilizadora es cumplir con el aislamiento y postergar las concentraciones de gente.

“No quieren. Dicen que sólo vinieron a protestar y tienen miedo a las represalias». La respuesta se la dio un colaborador al presidente Alberto Fernández tras hablar con los policías apostados afuera de la quinta de Olivos el miércoles pasado. Previamente, al ver los patrulleros, el presidente mandó a su allegado para invitarlos a iniciar el diálogo. La secuencia que relata Infobae resume el despropósito que vivió la Argentina a lo largo de tres jornadas. Un problema estructural del que “todos sabían”, pero que necesitó detonar para ser reconocido como tal.

Lo que parecía un derrape televisivo del expresidente Eduardo Duhalde devino en una inminencia. Al menos, esa fue la sensación que buena parte del oficialismo experimentó, con denuncias de desestabilización y el lanzamiento de una cruzada por la democracia. El riesgo era perceptible. Aunque el cuestionamiento al orden institucional no haya sido más que una corajeada infeliz. Más bien, pareció una ruptura en la mecánica de negociación de la fuerza. Una señal de desborde y disgregación de jefaturas. Cambios de metodologías que exhiben la desintegración institucional de la policía.

Un grupo de agentes activos, exonerados, retirados y licenciados de la Bonaerense, mayormente de medio rango para abajo, quemaron gomas en la puerta de la residencia del gobernador Axel Kicillof. Después, rodearon con las sirenas del patrullero encendidas la quinta de Olivos y, con sus armas en la cintura, sitiaron el domicilio durante 8 horas llevando el nerviosismo al máximo. Al final, presentaron un petitorio, y se replegaron.

El país entero observó con desconcierto un hecho que trajo al presente la situación del 2013, con los planteos policiales que cerraron un año de clima densificado con cacerolazos, las refriegas con Moyano por el impuesto a las Ganancias, el triunfo del massismo, el conflicto con Clarín enardecido por la ley de Mercado de Capitales y la incorporación de 50 mil agentes a la Bonaerense que llevó adelante el por entonces ministro de Seguridad bonaerense Alejandro Granados, aumentando de 40 mil a los actuales 90 mil uniformados con una formación exprés de los nuevos agentes y la insuficiencia presupuestaria correspondiente.

También se recuperaron los sucesos de las Pascuas del ‘87, con la expectativa seguida minuto a minuto a través de los medios, los rumores, las teorías, los petitorios, las amenazas, las internas, y las versiones sobre las reuniones del presidente con el gobernador, distintos funcionarios e intendentes oficialistas y de la oposición. El foco de la cuestión era una disputa distrital con el objetivo puesto en el cargo del ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni, cuya figura emerge como contención de una alternativa extrema desde Buenos Aires, y por esa vía, de la gobernabilidad de Axel Kicillof.

Esa suerte de levantamiento carauniformada tiene un volumen distinto, aunque también es parte de una crisis sin precedentes. El gobierno procuró llevar con calma una situación que en sus alrededores incrementaba su dramatismo y suscitaba una reacción defensiva que revelaba cierta fragilidad política.

El poder está en manos del presidente, pero el gobierno es un agregado de grupos y las pujas internas resquebrajan el margen de decisión. La dispersión opositora es aún mayor. Quedó revelado en la diversidad de repudios del arco político y sindical. Salvo el expresidente Mauricio Macri, que optó por el silencio, como el empresariado que recientemente rechazó el congelamiento de tarifas.

La policía es la fuerza encargada del control “por abajo” del funcionamiento social. Esa influencia es la que hicieron sentir. El reclamo por la recaudación suspendida y la distribución jerárquica de la riqueza: la primera marcha con peso duro en la cuarentena. Los trabajadores policiales pueden plantarse y decir: “Yo sé muy bien que usted bien sabe que yo sé”. Ese es el Punto Final que exigieron: cierre de sumarios para reivindicar su honor ante la sociedad y asegurarse que no haya reprimendas.

La yuta no nos va a llevar

La protesta surgió luego del anuncio de un plan que implica una inversión del gobierno nacional de más de 37 mil millones de pesos y el despliegue de cuatro mil gendarmes en el Conurbano, pero no contempló la cuestión salarial, agredida por cuatro años de deterioro. En la previa, hubo advertencias de dirigentes macristas sobre movidas frente al discurso “antipolicial”. Seguridad y economía se imponen, así, como las dos caras de una misma crisis.

Desde el día de la sesión doble, la presión sobre el presidente de la cámara de Diputados, Sergio Massa, buscó remarcar una grieta interna al Frente de Todos. Y con el deseo improbable de aislar a Cristina Fernández. Atacada como blanco permanente, la vicepresidenta es la principal garantía al conducir la primera minoría. El “con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede” tiene vigencia como sostén de un mínimo de estabilidad en una sociedad paranoiqueada y con hastío.

Una certidumbre de la Argentina de la coronacrisis: el delito será una de las principales industrias reactivadas. Y son los policías los que “viven” la inseguridad, dan su “batalla” contra el delito. Los reclamos de recomposición salarial van acompañados del orgullo lesionado de la institución en la semana que se confirmó que eran de Facundo Astudillo Castro los restos encontrados en Bahía Blanca. Como dijo uno de los protestantes: “Esto que hacemos es política, pero política institucional”.

Los voceros respondían a las calificaciones de “sedición” y “rebeldía”, mientras Juan Grabois lanzaba una convocatoria a la quinta de Olivos con velas, distancia social y barbijos para defender al gobierno democrático. El pedido del presidente evitó el inoportuno encuentro entre manifestantes y policías. La desescalada se dio sobre la tardenoche cuando se produjo el mensaje de Alberto Fernández rodeado de intendentes y miembros del gabinete. Los policías se retiraron de Olivos y siguieron en Puente 12. El país se mantuvo atento a una disputa circunscripta territorialmente, pero con consecuencias federales: hay 13 provincias con conflictos en ciernes.

La cuarentena derivó en una partición geográfica. Si bien los gobernadores expresaron su respaldo a la decisión presidencial, con el traspaso de una parte del incremento de 160 por ciento de fondos coparticipables que Macri le había adjudicado a la CABA para reforzar la asistencia a la Provincia de Buenos Aires, se deja a las provincias como espectadoras del enfrentamiento entre porteños y bonaerenses. Todo el clima político nacional se enrarece con una franja de la oposición decidida a profundizar una crisis cuya magnitud, duración y repercusiones son aún impredecibles.

Ahora que las medidas de restricción se vuelven indispensables, el hartazgo se muestra con múltiples superficies. La incertidumbre vuelve al comienzo, como un juego de la Oca agobiante. El rostro más lúgubre de la pandemia empieza a asomar. Y el problema mayor es que, quien anuncie una previsión certera, miente.

Fuente: El Eslabón

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