
El cielo de Rosario está aclarando. Debajo, en el Hospital Carrasco, el clima se siente denso, pesado. Mientras camino los pocos metros que van del ingreso a la Dirección pienso que no pasaron tantos días desde aquellos viajes en colectivo en los que me sorprendía al ver las dos cuadras de personas enfiladas en Avellaneda 1402 esperando ser hisopadas por síntomas de Covid.




Son las 8 y Gabriela Quintanilla, directora del efector municipal de salud pública, me recibe en su oficina. En cada mesa hay un pote de alcohol en gel y un tacho para residuos.

Con los primeros casos de Covid-19 el hospital tuvo que reorganizarse. Los insumos se volvían imprescindibles. Gabriela me cuenta cómo la secretaría de Salud Pública se encarga de repartir los elementos de protección. Durante la primera fase de aislamiento (es decir, en los meses de marzo y abril) los y las profesionales de la salud aprendieron de bioseguridad, conocieron de calidad de materiales, haciendo y rehaciendo. Había que organizar el hospital y preparar al personal, pero también lograr que todas las herramientas de protección se transformen en un reflejo para ellos. El resultado es contundente: de marzo a hoy sólo dos trabajadores de la salud se contagiaron dentro del hospital. El resto de los positivos fue por contacto fuera del Carrasco.


Nunca estuve sola. Me acompañaron al Área Febril y allí, saliendo y entrando de las salas que hasta hace ocho meses funcionaban como consultorios externos, le seguí la pista a una docena de médicos y enfermeros que trabajan sin descanso desde el 25 de marzo, día en que el hospital tuvo que barajar para dar de nuevo. De verdad no estamos solos.




Me puse guantes, mameluco y protector facial. Me pidieron también que me sacara mi tapabocas para ponerme el nuevo. No es nada al lado de lo que usan los profesionales que veo trabajar a mi alrededor: un barbijo quirúrgico o N10, una máscara, un par de gafas, una cofia, una bata descartable o hidrorepelente sobre otra impermeable hidrorepelente, dos pares de guantes, botas de goma y botas descartables, todo sobre el ambo de trabajo. “Lo que más te cansa acá adentro es el traje”, me dice la médica a la que hoy no podría reconocer, aunque intenta mostrarme la marca que los lentes dejan en su cara.

En este último tiempo se dijo repetidas veces que “el 2020 se recordará como el año en el que se detuvo el mundo”. No es así para las 400 personas que trabajan en el Carrasco, hospital en el que se detectó el primer caso de Covid-19 en Rosario y que hoy realiza 300 hisopados por día.
A la par que se liberaron cerca de 60 empleados considerados de riesgo para el trabajo presencial, se incorporó personal nuevo, sea como colaboración desde otras secretarías de la Municipalidad o a través de nuevos contratos. En los últimos meses se sumaron no menos de 20 trabajadores, la mayoría médicos y enfermeros.



“Lo que genera hastío es que conforme vemos que la cosa se va agravando, vemos simultáneamente que se liberan las medidas. Vemos cada vez más pacientes y cada vez más liberación de medidas”, me explica preocupado un médico a quien había escuchado minutos antes brindando instrucciones de confinamiento a un joven de no más de 20 años. No siempre lo que se enuncia como un problema es fácil de resolver. Y comparto las palabras del médico no porque sea sencillo de solucionar, sino porque resulta necesario construir un camino amable, un remanso de agua tranquila en la que más pronto que tarde naveguemos en los barcos de la memoria, de la sensibilidad, y no en las ruinas del olvido.
Regreso a la primera oficina y reparo en un detalle que antes no había notado, en un pizarrón que queda detrás de mi cabeza, un cartel dice en imprenta mayúscula: CAMAS DISPONIBLES. La respuesta arrojaba: tres para hombres, sin disponibilidad para mujeres y personas no binarias.

Vuelvo caminando a casa, para estar más tiempo afuera.
Fuente: El Eslabón