Yo no sé, no. Pedro se acordaba de aquella tarde de mediados de febrero del 69 cuando los pibes que manejaban el tema fulbito dijeron: “Hay desafío en la canchita nueva”. Nos avisaron medio a las apuradas, era un partido contra un combinado de los de Acindar, con algunos de la Vía Honda, y sería para las 5 de tarde. A eso de las 4 y media, con Pedro nos preguntamos: ¿dónde estará la cancha? Yo me acordaba que unos 3 años antes, salí corriendo de casa y le grité a mi vieja que me iba a la canchita sin esperar el permiso. Me perdí al dar la vuelta a la esquina y esa tarde se hizo de noche, y ni yo ni Pedro volvíamos. La vieja encaró la búsqueda pero ya a la cuarta cancha se pegó la vuelta, cargada de bronca, porque en ese entonces las canchitas eran bastantes alrededor, y sin contar las de algún baldío o vereda de poco tránsito. Cuando volvimos, nos preguntó: ¿se puede saber dónde está la cancha?
Unos meses antes de aquel 69, fuimos hasta la cancha de Esparta y nos pareció eterno el viaje, sobre todo porque el que supuestamente sabía no estaba seguro del camino a seguir. Y todos, después de pedalear 45 minutos, nos preguntábamos: ¿dónde estará la cancha? En los comienzos a darle a la redonda, en la calle Zeballos era más fácil porque la cancha estaba ahí. Podía ser de 4 metros de largo o lo que daba la cuadra cuando nos mandábamos un patiá y mariá .
Volviendo a aquel 69, en otros barrios había canchas con un agite de aquellos. En la cancha de la informática nacía Internet y en la de la música los Beatles se despedían y Led Zeppelin lanzaba su primer álbum. Woodstock se mandaba una movida en cancha barrosa, el ser humano llegaba a la luna y el primer transplante de corazón cumplia dos años, ese que se realizó en Sudafrica, esa misma Sudáfrica que no aceptaba a negros y blancos en una misma cancha. Y por acá, las canchas de la calle se ponían lindas con el Correntinazo, el Rosariazo, el Cordobazo y el segundo Rosariazo, esta vez en septiembre.
Los paseos de los domingos por el parque Independencia, para los que no eran de acá, se podían guiar por los gritos de las tribunas, los días en que había fecha, y no tenían que preguntar ¿dónde está la cancha? Y cuando jugaba el Canaya en Arroyito, y el bondi te dejaba a 8 cuadras, una marea humana te llevaba y tampoco tenías que preguntar ¿dónde está la cancha?
En el 73, en todo orden nos parecía que jugábamos siempre de local. Y ante cualquier desafío, no nos preguntábamos ¿dónde está la cancha?
Y en estos tiempos, en los que el poder mediático de los de siempre te hacen sentir (o por lo menos lo intentan) perdido hasta de tus canchas, es necesario recuperar los espacios donde mejor nos sale el juego.
Hace unos días, unos pibes le preguntaron a Pedro dónde estaba la cancha de Hungría y Pedro, en lugar de mandarlos al club que está por Cafferata, los mandó a la placita de Santa Isabel de Hungría. “¿Por qué?”, le pregunté, y me dijo que por ahora las canchas están en las plazas, esas plazas que no se perdieron, en las que convivieron varias canchas y que nadie preguntó dónde estaban.
Quizás cuando nos podamos juntar, habría que ir a la placita, a la que esté cerca, para volver a pisar la luna, para que haya una transferencia de corazones y que desde una cancha barrosa, nuestros cuerpos se preparen para sentirse camino a la victoria, como si siempre jugáramos de locales.
Fuente: El Eslabón