Mientras estamos en el velatorio, un compañero me dice: “Hay dos cosas que Juane nunca nos perdonaría”. Lo miro expectante, el compañero responde sin que le pregunte cuáles son: “Una es que no hagamos este número de El Eslabón. La otra es que él sea la tapa”.

Rotos por el dolor, atravesados por la sorpresa, incrédulos todavía sobre lo ocurrido hace apenas doce horas en una canchita de fútbol 5, se decide en la vereda de la casa de servicios fúnebres que complaceremos el primero de los deseos que, interpretamos unívocamente, tendría Juane: no permitiremos que la pena nos paralice, la cadena informativa no puede detenerse tras el repentino desprendimiento de este eslabón imprescindible, irreparablemente esencial, tanto en su extensión como en su funcionamiento.

Mientras escurrimos lágrimas, entonces, nos ponemos a hacer una edición urgente del semanario de papel que Juane fundó en 1999 junto a un grupo de estudiantes de Comunicación Social, bajo el halo magnético de la obra de Rodolfo Walsh.

La segunda voluntad de nuestro hermano la incumpliremos con un argumento periodístico: es noticia. Y desde hace más de 20 años hacemos un periódico culpa –entre otros- suya, que nos metió en esto. Que nos señaló con su ejemplo el camino en el que se confunden amablemente el “ejercicio de la profesión” –históricamente ligado a una práctica liberal- con la militancia popular, la denuncia de los horribles, el reclamo por Memoria, Verdad y Justicia, la resistencia al neoliberalismo.

El mundo es peor sin el bebé que hace 44 años nació en cautiverio y fue anotado como Juan Emilio Saint Girons, luego se convirtió en Juan Emilio Basso al ser adoptado por Hugo, para finalmente ser todo eso más Feresín, el apellido de su padre biológico, secuestrado por la dictadura un día antes de su alumbramiento en un cuartel militar de la provincia de Entre Ríos.

El mundo es mucho más feo sin Juane, aun cuando buena parte de la población mundial no lo sepa. Los que lo conocemos no lo dudamos: se fue de viaje –y perdón por el lugar común- un tipo imprescindible, notable, amigazo, noble, porfiado, corajudo, militante sin descanso, compañero, inteligente, sencillo, admirable, éticamente intachable, medio croto –aunque entusiasta- para jugar al fútbol. ¿Adónde se consigue alguien así?

Nos expuso ante el absurdo de la existencia un tipo afectado desde el parto por la peor tragedia planificada de la Argentina, que convirtió ese dolor originario en una incansable voluntad militante por Justicia, sin olvido ni perdón, pero también sin revanchismo ni venganzas personales.

A los verdugos de su historia –que es la historia del país-, Juane los llamaba con el preciso adjetivo de vendepatria, penosamente caído en desuso cuando más imperioso es. Fueron eso, esbirros de los entregadores y saqueadores cuyo castigo penal es más difícil de lograr.

Si Juane no nos perdonaría lo que de todos modos vamos a hacer, es porque su práctica político-vital transcurrió en lo difuso de lo masivo, por abajo, tejiendo y armando, juntando pedazos, convencido junto a Héctor Oesterheld de que el único héroe posible es el héroe colectivo.

Perdón hermano, con tu ejemplo te ganaste la tapa.

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