Yo no sé, no. Ese año las clases comenzarían a mediados de marzo y hasta dos días antes, con Pedro le dábamos a la redonda disfrutando que el calor aflojaba por la tarde. Nos habíamos hecho a la idea de que con el comienzo de clases terminaba para nosotros el verano y, aunque el almanaque dijera otra cosa, se nos venían unos días como de transición, como si fueran unos ligamentos entre una estación y otra. Hablando de ligamentos, Pedro venía arrastrando un dolor en la rodilla y no sabía si se había golpeado en el frenesí del último día de carnaval, jugando con agua, o en ese partido que en una corrida en posición de 11 se clavó para tirar el centro o pegarle al arco con la pierna más hábil para la ocasión. Lo cierto es que el primer día de clases, que fue un lunes, entró a la escuela de Acindar con un dolor que iba y venía. Lo primero que vio fue el gran patio y me dijo: “Es grande, pero con el piso muy duro y con obstáculos que apenas se ven. Vamos a tener cuidado a la hora de algún picadito, tendremos que tener los ligamentos a punto”.

Un día, uno que jugaba para Primera Junta, en la cancha de San Nicolás y Seguí, le dijo: “Te resentiste los ligamentos”, y desde ese momento supimos de la existencia de estos y empezamos a prestarle atención, tanto a los de las rodillas como a los de los pies. Lo otro que nos llamó la atención fue las vueltas que había que hacer para llegar al aula que nos había tocado. Sabíamos que, aunque estaba prohibido, más de una vez tomaríamos esas curvas corriendo, mandando una frenada a la altura de la Dirección. Aparte, unos metros antes de nuestro claustro, en el 3º A, ya desde el primer día nos cruzamos las miradas con una piba, y entonces había que pasar lento y con el paso firme.

Con el tiempo aprendimos a adaptarnos a las distintas superficies y circunstancias. Había canchitas en las que uno pasaba de la tierra a un césped medio salvaje, a un duro piso de piedras o de cemento. Al tiempo, cuando ya estábamos en la secundaria, Pedro me decía: “Ahora tenemos otros ligamentos, algunos están cerca del bobo, otros en el marote entre idea y idea, entre pensamiento y pensamiento”. Y tenía cierta razón: para articular entre generación y generación, entre el querer las cosas ya (con razón) y seguir juntando voluntades para hacer de nuestros sueños algo posible, había que estar con ligamentos fuertes, para evitar quiebres innecesarios.

La otra mañana, tempranito, a la hora que ya salen los primeros bizcochos, yendo para la panadería, Pedro vio casi en simultáneo a los muchachos del camión recolector (el de la basura) saltando alguna que otra zanja, esquivando de pronto algún obstáculo; y a algunos purretes yendo hacia la escuela. Y me confesó: “A los que corren a la par del camión, les envidio las articulaciones y sus ligamentos; y a los más peques, lo joven de sus articulaciones. Ojalá que los ligamentos, y los otros que se les presenten cerca del corazón y en las sabiolas, sean suficientemente fuertes”.

“La verdad, hoy más que nunca es necesario articular, y articular por abajo, para que en lo político no nos rompan la idea de que un mañana mejor para todos sea posible como… –se quedó en silencio unos segundos y exclamó– …como nos unía el Juane, el que nos sigue uniendo”.

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