Esa noche cocinó Perón. El viejo me dijo que quería volver a sentir cosas que no sentía hacía demasiados años y que estaba un poco cansado de que todos hicieran todo por él. Me pidió que fuera a buscar el aperitivo italiano y se puso a prender el fuego mientras me comentaba los pasos que iba siguiendo: “Hay que hacer una base sólida con un par de leñas grandes enfrentadas y después ir intercalando otras encima, de a dos también pero un poco más chicas y cruzadas con las anteriores, hasta hacer una estructura de unos 4 o 5 pisos. Ahora colocamos hojas secas o papel de diario en el centro, con un par de piñas y algunas ramitas por arriba, y le arrimamos el fósforo nomás. Lo importante es ir alimentando la llama del medio todo el tiempo. Si vemos que se anda queriendo apagar, la soplamos y le agregamos hojas y ramitas. Mientras ese calor esté vivo, todo lo demás se irá encendiendo armoniosamente”.
Yo no podía dejar de mirarle los dientes, mientras hablaba y sobre todo cuando se sonreía. El reflejo hipnótico de las llamas en su rostro lo hacían aún más inmenso que su propia sombra proyectada en los ladrillos vistos. Después de cenar fumamos unos cigarrillos sentados a la orilla del río. Las estrellas iluminaban la isla como si no existiesen la oscuridad ni la noche en ese momento. “¿Entendiste lo de las bases, el centro, el papel de los diarios y el calor del medio?”, me preguntó de golpe y con voz ronca mientras soltaba el humo hacia arriba. “Creo que sí, General”, le respondí. Y me atreví a agregar: “Lo que no entendí es eso de que todos hacen todo por usted. Yo estaba convencido de que era exactamente al revés”. Me mostró los dientes con una sonrisa gigante, apagó el pucho con la suela del zapato y se fue a dormir.
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