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“¿Saben de algún premio o algo parecido que destaque a una maestra? Queremos postular la seño de mi hijo que es maravillosa. Todo el reconocimiento que le podamos hacer con los papás, con algún regalo, queda corto para lo que es su labor?” Preguntó una mamá a este medio. Y enseguida comenzó un rico relato de las razones de por qué las familias la quieren reconocer.

La maestra a la que refiere el mensaje se llama Romina Cicilin, enseña en el tercer grado de la Escuela N°658 Fundación San Cristóbal (Garay 720), a un grupo de niñas y niños que tiene a su cargo desde el primer grado. “Cuando las familias y la escuela trabajan juntas pasan cosas maravillosas”, afirma como un principio esencial de su oficio.

Romina tomó este primer ciclo el mismo año que arrasó en el mundo la pandemia de coronavirus. Ese tiempo de aislamiento y de trabajo a la distancia le resultó una oportunidad para afianzar el encuentro con las familias.

“A este grupo lo tomé hace tres años en primer grado. Tuvimos cinco días de clases y después nos agarró la pandemia. Se creó un lazo fantástico entre los chicos y yo, que no sé explicar cómo pasó. Y los padres acompañaron siempre”, relata la maestra de la primaria de zona sur.

Reconoce que el vínculo entre escuela y familias es siempre difícil, complejo. En la pandemia, por lo excepcional de la situación, no fue diferente. Pero en este caso pasó algo especial. “Mi grupo de padres y chicos es fantástico”, admite. Una razón que facilitó transitar el tiempo de aislamiento y de trabajo no siempre presencial.

Considera que para que se haya dado esa situación mucho tienen que ver las familias “que acompañan en todo”. “Propongo ir al parque, vamos. Si un papá no puede ir, va un familiar. Pero siempre están presentes. Hace diez años que trabajo de maestra y es la primera vez que tengo un grupo tan consolidado”, valora.

Para Romina convocar a las familias es una tarea clave, que suma a su trabajo y beneficia los aprendizajes de las chicas y los chicos: “Siempre les transmití que la mejor manera de educar a un chico y de que aprenda es trabajar en conjunto. Desde ese lugar, y cada vez que puedo, convoco a las familias para que sean parte”.

Considera que es muy valioso que las infancias “sientan que sus padres están pendientes de qué es lo que pasa en la escuela, más allá de una tarea en la que puedan ayudar en casa”. “Es muy importante que se involucren. Trato de que no sea solo una convocatoria de evaluación, sino para compartir una actividad. Les recuerdo lo lindo que es disfrutar una hora con sus hijos dejando por un rato las rutinas diarias”, marca la maestra.

Habla del trabajo en la pandemia como un tiempo difícil, en que la familiaridad con el uso de las tecnologías le facilitó su tarea de enseñar, aunque eligió priorizar siempre lo emocional y afectivo: “Me paré en el lugar de la contención. Eso se lo expresé a los padres: «A mi no me interesa que un nene aprenda las vocales si está triste»”.

“Hoy miro para atrás y me doy cuenta que en la pandemia estuve disponible mucho tiempo. Muchas veces me escribían a las diez de la noche, me pedían disculpas por la hora, pero yo estaba. También la pasé mal y había que entender que los padres también la pasaban mal”, reflexiona sobre el trabajo docente sin tiempos durante el aislamiento sanitario y obligatorio.

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“A los 5 años supe que quería ser maestra”, dice Romina y disfruta de su elección. Foto: Redacción Rosario

La docencia, desde siempre

Cuando Romina  asistía al jardín le preguntaron qué le gustaría ser cuando fuera mayor, y sin dudar dijo “maestra”. “Tengo recuerdos de toda la vida de decir «Yo quiero ser maestra» y volvía loco a todo el mundo jugando a enseñar. De hecho terminé el secundario, me inscribí en la carrera y me recibí. No tengo memoria de otra cosa”, recorre con esas imágenes cómo fue construyendo su vocación.

De su oficio lo que más le gusta “es el aula”, “estar en el aula con los chicos”. “Es el desafío a una misma, siempre hay cosas nuevas por hacer, y a mí me gusta innovar”. “Lo más importante para un maestro -asegura- son las horas que estamos con los chicos y lo que se puede construir con ellos; y, obviamente, si las familias acompañan, mucho mejor”.

Lo más difícil de sobrellevar en el trabajo de enseñar -dice- “son los adultos” y “la burocracia que rodea al trabajo que lleva mucho tiempo y le resta al docente espacio para otras tareas”.

Para Romina se puede aprender mucho mirando y compartiendo el trabajo con otras compañeras. Lo explica con esta anécdota: “Trabajo desde los 13 años dando clases particulares en mi casa. Cuando empecé a trabajar de docente tenía 22 años, antes de ser maestra había alfabetizado a muchísimos chicos. Era muy joven y creía que sabía alfabetizar, me encontré con maestras que me incentivaron muchísimo a seguir aprendiendo y me permitieron tomar muchas de sus ideas”.

-¿Qué pedís para este 11 de Septiembre? 

-No hay mejor premio que reconocer que la docencia es un trabajo que vale la pena. Y saber que es muy difícil cuando desde los medios de comunicación escuchás afirmar que “los maestros son todos vagos” o “no sirven para nada”. En ese momento pienso que no saben el laburo que hay detrás. No trabajamos solo cuatro horas. No somos solo los paros que hacemos.

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