Mientras transitamos nuestra estancia en España ocurren acontecimientos monárquicos. El más relevante, por estos días, ha sido la muerte de la reina Isabel de Inglaterra. Podría decirse, parafraseando a un gran escritor latinoamericano, que de monárquico tenía poco y nada, que se trató de una muerte anunciada. Los años hacen su trabajo sobre todos los cuerpos, por reales que sean, y el de la reina se estaba acercando al siglo completo. Haberlo alcanzado hubiera sido su logro máximo, aunque los ingleses y muchos europeos crean que sus grandes logros fueron de otro orden, más vinculados a una sempiterna morada en el Poder.

Las exequias de la reina fueron más que majestuosas: fueron literalmente anacrónicas. Un locutor vestido de negro, que simulaba ser un pregonero medieval, dio la noticia de su muerte exactamente a las dieciocho. A partir de allí se montó un mega-operativo de convocatoria a líderes mundiales para que despidieran sus restos, que incluyó infinidad de dirigentes políticos, pero sobre todo miembros de otras monarquías. La reina falleció en Balmoral, Escocia, un lugar de difícil acceso, De allí fue trasladada a otros sitios, en un cortejo que habrá de durar más de diez días, hasta llegar al palacio de Buckingam, donde será despedida por fieles y seguidores.

Una nota de color estuvo dada por la decisión del gobierno inglés de no permitir que los líderes de otros países y los representantes de otras monarquías viajasen en aviones privados y coches particulares: todos debieron hacerlo en vuelos de línea y autobuses de transporte público, como una manera de nivelar hacia abajo, demostrando que, como la reina, no hay nadie en el mundo.

Otra nota de color estuvo dada por la presencia del ex rey de España Juan Carlos -denominado rey emérito, título que soslaya los cargos que se le han formulado por delitos de corrupción-, quién debió toparse con el actual rey español, su hijo, Felipe IV, con el que se encuentra notoriamente enfrentado (para el sucesor el padre no es más que un pesado lastre).

Más allá de esas notas, lo que sorprende al observador extranjero es el grado de adhesión con que cuenta la Corona Inglesa. Seguramente deben pesar tradiciones seculares, en una nación que tuvo reyes en la misma medida en que sometía a buena parte del planeta.

Porque en Europa, las monarquías son el símbolo más claro, más nítido, del poder colonial. Los ingleses, como los franceses, alardean de su multiculturalismo, que no es más que una fachada engañosa con la que pretenden encubrir, o al menos disimular, su naturaleza rapiñera y antihumana.

Bien lo decía en los años sesenta ese gran teórico del pensamiento emancipador y anticolonialista, Franz Fanon, cuando afirmaba que, para que naciera el hombre nuevo -el colonizado alienado por la cultura colonial- debía morir el hombre viejo, el colonizador europeo. Y lo de morir no era ninguna metáfora; era bien literal.

Pero Fanon hoy yace en las infranqueables memorias de unos pocos académicos, y el público lector ni conoce su nombre.

La reina Isabel, por el contrario, lo ha sobrevivido largamente, y es posible que lo sobreviva asimismo en la memoria histórica.

Mientras tanto, los europeos parecen olvidarse, aunque sea por unos pocos días, de la desconocida inflación que padecen, de las dificultades que encuentran para proveerse de alimentos y energías, y de las graves acechanzas que les esperan cuando llegue el invierno europeo.

Quizás imaginen o supongan, por lo menos ingleses y españoles -que siguen siendo monárquicos como tantos otros europeos- que los reyes lograrán el milagro de enderezar su futuro.

Los argentinos y los latinoamericanos, felizmente, estamos liberados de esas creencias o supercherías. Lo cual no significa que no estemos expuestos a las mismas -o peores- acechanzas. Pero -salvo esas minorías oligárquicas que viven añorando los tiempos remotísimos de nuestro pasado colonial, para ellos siempre a la vuelta de la esquina- no veneramos reyes ni reinas.

Salvo una, que no lo es por mandato divino como los reyes bucaneros de Europa, sino por decisión de un pueblo entero, que le dio esa potestad en reconocimiento a todo lo que por él ha hecho.

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