Yo no sé, no. La ventana a medio abrir con esa cortina coqueteando con un viento primaveral nos dejaba escuchar el único sonido que, a pesar de ser reiterativo, semi mecánico, a la hora de la siesta no molestaba. Al contrario, por momentos parecía como si la percusión con trapos, pedales, correas, chancletas, fueran notas musicales cosiéndose en algún delantal, camisa, batón, pollera o pantalón. En ese patio la siesta terminaba cuando la tele se prendía, en ese patio la siesta terminaba con la última puntada que la Marta daba. Mientras tanto, Pedro, sentado y maniobrando sobre el pedal de la Singer con las orejas atentas a cualquier ruido para poder dejar la nave (vaya a saber qué nave: avión o submarino) antes de ser descubierto, se preguntaba: ¿Cómo se puede dar puntada sin hilo?, frase que doña Pierina le había dicho al carnicero después de que éste le redondeara el kilo de pulpa especial con un bife de brazuelo: “Usted no da puntada sin hilo, don Pepe”. 

La última semana de octubre, por calle San Martín entre San Juan y Mendoza, una tienda puso en oferta una interesante cantidad de ropa de invierno. Pedro sabía que ese negocio sería visitado por su madre, de ella aprendió el fijarse en las costuras antes de comprar, a dar vuelta los pulóveres antes de llevarlos. Pasaron algunas primaveras y con Pedro en el 68 nos despedimos del rústico pero noble Far West. Ese año, un módulo norteamericano sin tripulantes aterrizó en la Luna y si bien tenía su importancia para nosotros, era como dar una puntada sin hilo. Francia tenía su tole tole llamado Mayo Francés y en Panamá se producía una movida interesante con Torrijos y unos trapos más parecidos a los nuestros empezaban a flamear sobre el canal. Ese año se terminaba la posibilidad de tener un Lee, que como eran importados se alejaban. Al arrancar el 69, un par de carpinterías le daban un aroma singular al barrio, el olor a madera, tan agradable que a las verdes camisas Ombú de las y los laburantes (y digo “las” porque en una de las carpinterías había un par de pibas trabajando) daban ganas de comprarlas como para salir. Hablando de camisas, las mejores las seguía haciendo doña Eva, que vivía pegadito a Pedro y que pasó del pedal a la eléctrica con una calidad única. “Sin solución de continuidad”, diría un relator de fútbol. Al lado de doña Eva, unas pibas hasta hace poco enhebraban y le daban puntadas pero a una parte de los zapatos. Ahí era imposible dar puntadas sin hilo.

La tarde se pone fresca, agradable, y está como para una camperita o un buzo gastadito. Cerca de donde estuvo una de las carpinterías, suena un tema de AC/DC que parece escapar de entre los fierros de la herrería de al lado del Chino. La tele dice que los precios de las pilchas se dispararon y Pedro asegura que lo que están haciendo es dispararle al bolsillo de las y los trabajadores. Los dueños de las telas, del algodón, que cada vez son menos, son los principales responsables. Las autoridades también, por no combatir tanto negro, tantos talleres a lo Awada, como si la responsabilidad que tienen de cuidar el trabajo y los precios se hubiera borrado a lo Casildo Herrera. Por Cafferata vemos una tienda con un cartel que dice “Créditos desde 18 años”. Pedro se sonríe y me dice: “Mucho tiempo de deuda. La campera azul de lona (jean) que está en vidriera, tan parecida a aquellas de los setenta, puede esperar”.

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