Yo no sé, no. Pedro, ese viernes de un diciembre que recién arrancaba, se levantó temprano como si la inercia siguiera haciendo lo suyo. Se había levantado temprano durante seis años para ir al colegio así que no le costaba dejar la cama con las primeras luces. Esa mañana lo mandaron a lo de don Mauricio (Quintana y Vera Mujica) a comprar casi todo para un guiso. Cuando estaba a cincuenta metros, mirando a unas calas zanjeras tan vulgares como hermosas, se quedó pensando en un interrogante: si era un kilo de coditos sueltos (fideos) o un paquete de arroz, antes de entrar al almacén pasó una piba con el pelo largo y medio ondulado y Pedro se acordó de una vecina llamada Sofía que, entre otras cosas, en una budinera hacía una comida con carne picada cruda con un sabor exquisito. Tomó la decisión de comprar fideos y arroz, aunque se quedaría con las ganas de comprar unas galletitas rellenas que un latón reluciente de Terrabusi le mostraba. Eso sí, compraría más pan, para que sobre. “Si no es hoy, será mañana”, pensó, soñando que la madre haría el tan delicioso como vulgar budín de pan.

Cuando regresaba, se detuvo a tomar agua de una canilla pública que había cerquita de las calas y la abundancia de esas flores más el goteo de esa canilla lo llevaron a una conclusión: que a la hora de ir a cazar ranas había que arrancar por esa esquina. Cuando cruzó Quintana hacía el sur, notó que en las nuevas construcciones la hegemonía del ladrillo se terminaba, alguna que otra pieza era hecha con el tan vulgar como noble y económico Block. Antes de llegar a Iriondo sintió un intenso perfume a jazmín, en un momento pensó ir por unos de ellos para dárselo a esa pibita que en un tapialito siempre estaba a esa hora, reluciendo una sonrisa y un flequillo tan vulgar como encantador. Llegando a su casa, un perfume a perejil parecía haber copado la cuadra y en ese momento pensó: apareció el aguinaldo y hay milanesas en todos los hogares o volvió Sofía, la vecina de al lado, y le está dando y dando a la mezcla de perejil y carne picada a lo loco.

Ese mediodía comió un guiso de coditos con algo de arroz y carne trozada. En su cerebro quedaban algunas imágenes y perfumes sueltos. Llegó la noche y se fue a dormir casi de antemano soñando que al otro día festejaría un gol que saldría de la vulgaridad de cualquier gol. Bueno, cualquier gol que él hacía no era una vulgaridad por la escasez de los mismos. También soñó que al mediodía aparecían las milanesas con puré y de postre budín de pan, y que la del flequillo lo esperaba a la tardecita para ofrecerle, con una sonrisa, las nuevas galletitas rellenas de Terrabusi. 

El otro día me lo encuentro a Pedro en la vereda y mientras preparaba el mate, acomodando la radio para escuchar mejor lo último sobre nuestra Selección, me dice: “Ojalá que pronto volvamos a sentir las deliciosas cosas vulgares, a sentirlas y a disfrutarlas”.

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