Yo no sé, no. Los 15 últimos días de enero se presentaban como los más calurosos en años. En el barrio, los que pudieron se habían tomado el palo así que sin algunos amigos las horas de la tarde eran un bajón. Por suerte para Pedro, alguien había comprado una manguera para regar la plantas que estaban en ese patio que compartían tres familias de la casa de la calle Zeballos, fue entonces que Pedro tomó la decisión de hacerse cargo de regar, desde temprano, todas las macetas, las enredaderas, el limonero y una gran planta de enormes hojas que parecían de plástico. Con esa actividad, Pedro estaba zafando de las altas temperaturas y un vecino, al verlo cuidar tan bien a los helechos, le habilitaba un par de monedas que ayudaban para que, a eso de las 7 de la tarde, se comprara un cucurucho con dos bochas de helado de crema. Lo peor de ese enero fue que durante las noches la temperatura seguía estando alta y pocos podían dormir bien. Una mañana, en la verdulería de doña Pierina, le preguntó a la abuela de la Tolita qué le pasaba a la niña (que tendría unos 4 años). “Está alunada”, fue la respuesta. Pedro se preguntó: si el sol de ese enero era el responsable de calentarlo todo, ¿qué tenía que ver la luna en esta historia? Esa noche le permitieron llevar una colchoneta al patio y se durmió contando los limones que parecían  satélites de una gran luna llena, tan brillante que por momentos parecía que a la noche la hacía de día.

Otro enero bravo con las temperaturas altas fue a fines de los sesenta, lo bueno era que en ese barrio de la zona sur, las noches no eran calurosas y dormir en el patio, con una manta que hacía de colchón, era una delicia. Y la luna parecía un trozo de hielo redondo que a las paredes y los techos de chapas de a poco enfriaba. Si bien no había mangueras, estaba la bomba de agua siempre a mano y parecía que sus chorros de agua fría venían desde la Antártida. “Una noche no podíamos dormir”, recuerda Pedro. “Es que la tarde anterior habían lavado todo el equipo de camisetas y al toque de tenderlas se largó un chaparrón. Para los vecinos fue una bendición, para nosotros una gran preocupación porque al otro día teníamos que jugar un partido, el primero de un torneo que arrancaba tipo 8. Para eso de las 11 de la noche, cuando parecía que las nubes se iban llendo, Pedro se dedicó a repartir las camisetas aún mojadas. Se llevó la del 3, la del 5 y la del 7, pero como no se animó a pedirle a la madre que se las secara con la plancha, las colgó en la soga del patio.

Mientras tanto, en el barrio algunos que pasaban temprano en bici para el trabajo tenían una cara como de alunados mal. En la granja almacén de Cafferata y Biedma, si bien no te atendían mal, esas mañanas la sonrisa de la señora que atendía estaba ausente. Volviendo a esa noche de las camisetas mojadas, cerca de la medianoche, Pedro notó que con la luna llena aparecía una suave brisa y Pedro se durmió mirando las tres camisetas que se movían y hasta le pareció que hacían jueguitos con la luna. Lo cierto fue que para eso de las 7 de la mañana, la 3, la 5 y la 7 estaban secas y relucientes. Y para las 8 y media, los que se habían puesto esas camisetas en nuestro equipo (La Cortada ) eran unos avioncitos imparables. Y cuando ya terminaba el partido, mientras todas las demás estaban empapadas de sudor, las tres camisetas permanecían secas. Terminamos con un resultado decoroso, ya que en en nuestro equipo sólo eran tres los que corrían. Cuando volvieron a repartirse las camisetas para lavarlas, Pedro notó que las que estaban empapadas eran esas tres. No dijo nada, no le iban a creer. Cuando llegó la noche y vio la gran luna que todo lo iluminaba, agarró la 3, la 5 y la 7, les pegó una enjuagada, empezó a colgarlas en el lugar desde donde las podría ver desde su cama y cuando le puso el último broche a la 7, les dijo: “Mañana… mañana volverán a jugar alunadas”.

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