No va por ahí la cosa, responde Joe. No se trata de andar cagando a tiros a medio mundo, porque en esa pueden ponértela a vos, fácilmente. Y si te la ponen, ¿qué pasa?… vuelve a interrogarlo.
¡Nada, qué va a pasar!…, le contesta, fastidiado por lo obvio del planteo.
¡Nada, no!…, replica el otro. No es cuestión de decir nada, como si la cosa terminara con tu esqueleto pudriéndose en un cementerio. Si eso fuera todo, prosigue, no sería tan grave. ¡Pero es muy grave, le dice, porque además de pudrirse tus huesos, se perdería una buena oportunidad de conseguir grandes cambios!…
Lo mira sin entender. Quiere darse cuenta de lo que está pensando Joe, pero no logra captarlo. Hasta que el otro le dice:
¡Si te limpian, se perdería la oportunidad de lograr el instrumento que nos permitirá dejar de ser lo que somos!…
No sabe si es por la hora, porque han tomado varios porrones, o porque Joe habla de cosas incomprensibles, pero no logra pescar lo que está diciendo. Confundido, y cansado, finalmente, le dice:
¡No te entiendo un carajo!…
El otro hace un gesto de resignación. Ya sé que no entendés un carajo, responde, gesticulando. Porque no es fácil. Pero yo te voy a explicar, prosigue. Se para, entonces, y acercándose un poco al lugar donde está agachado, hace una trompeta con las manos, entrelazándolas, hasta apoyarlas sobre su oreja izquierda. Cuando esa especie de cono se adhiere a la superficie de la oreja, musita, para que sólo él pueda oírlo:
¡Tenemos que armar un sindicato!…
Lo mira estupefacto. ¿Un sindicato?…, pregunta, y agrega: ¿qué decís?…
¡Lo que oís!…, susurra a través de sus manos Joe. Un sindicato. Un sindicato de motoqueros, para pelear por nuestros derechos. Para que no nos sigan cagando. Para que nos paguen lo que nos merecemos por nuestro laburo y no la miseria que nos pagan ahora.
Pero, para lograr eso, prosigue, tenemos que estar todos vivos. Vivitos, y coleando, remata.
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