Las imágenes son poemas de la luz insumisa.
Dibujos de niños con témperas que el cielo
les regala en secreto.
Pausa entre pasos de bosques que relumbran.
Una vieja película entreteje
(laborioso repique vespertino)
pasado y futuro en savia fresca.
Respiro delicado de nieve forastera.
Los trazos de los que sueñan
emplean blanco y negro
para dar brillo y fulgor
(luz, sol enfebrecido, mar de fuegos)
al poder de cristal de los colores.
Baile de sombra hurtada.
Las pancartas devoran las calles.
Blancas camisas y todos los aromas
que contienen y guardan los silencios antiguos.
Blancas polleras.
Alguien mira hacia atrás.
Busca a su compañera.
Y con su gesto, Eduardo explica,
resume con su cuerpo sin palabras
el imperativo ético de todos los colores,
de todos los hechos y los seres por venir.
Así dice, leve y contundente,
con un mínimo signo
que atardece los tiempos:
«Miro, busco, voy en ayuda,
ofrezco mi mano
mano en mano enfrento lo que venga,
la lucha, la vida, la muerte».
De a poco sale del cuadro de la imagen.
Pero no, no se aleja.
Se instala en otro cuadro
que resiste los tiempos.
Eduardo viene hacia nosotros.
Y aquí se queda,
en nosotros
para siempre.
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