Yo no sé, no. A la tercera semana de haber comenzado las clases, Pedro volvía a su casa con una angustia, una angustia doble. Esa mañana, en el recreo más largo y en el patio más grande de la Anastacio pintó un picado que esa vez, al contrario de los anteriores que venían siendo con bollos de papel, tendría como invitada especial una pelota de goma anaranjada con rayas azules. La invitada en cuestión ya conocía el patio pues los días previos, en el bolsillo del delantal de una piba, ingresó clandestinamente hacia el sector en el que se estacionaban las bicis y nos mandamos un cabeza cortito, casi como un acto relámpago, para ir tanteando si se podía ir por más.

Esa mañana las pibas participaron activamente, unas haciendo carpa con un juego de elástico mixto, para que no nos vieran, y otras, como Laura, que era la que traía la Pulpo en el bolsillo, en el picado mismo. Lo hicimos en dos tiempos de cuatro minutos cada uno. Faltando medio minuto para que terminara el segundo tiempo, alguien gritó: “¡El Pelado, el Pelado!” (era el director de la escuela) y Miguelito se asustó y tiró la pelo de un puntazo hacia la calle Acevedo. El encuentro se dio por finalizado, con el equipo de Pedro perdiendo 2 a 1, y la angustia mezclada con bronca se nos agrandaría dos horas después cuando no podíamos encontrar la pelo. Había quienes decían que, en una de esas, picando y picando se había metido por la ventanilla del 53. Otros, que capaz llegó hasta la fábrica Acindar, al sector donde estaban las oficinas de los jefes y donde siempre había un custodia con cara de pocas pulgas. De haber caído cerca de ellos, olvidate de recuperarla.

Para Beatriz, en cambio, la pelo pegó en el tapialito y volvió. “Seguro que está pérdida en algún aula o escondida en el gran salón de actos”, decía mientras envolvía, nerviosa, una y otra vez su mano con el elástico que usaban para jugar en los recreos y mirando a Laura, que no tenía consuelo, mientras trataba de animarla diciéndole que pronto la íbamos a encontrar y terminaríamos el partido.

El otro día, cerca de las chimeneas gigantes de lo que fue la fábrica Acindar, Pedro me dice: “A veces siento que por aquí la voy a ver y nos vamos a encontrar para terminar aquel picado”. Cuando íbamos llegando por Francia a Cagancha, nos pareció sentir el timbre de las 10 y 10, entonces Pedro miró hacia la escuela y agregó “Para terminar o para continuar, mejor dicho, no sólo aquel picado sino aquel gran partido que cargados de sueños nos propusimos jugar para cambiar el mundo”. Mientras se me vienen las caras sonrientes de todas y de todos, el timbre que hacía instantes nos pareció escuchar, ahora sí sonaba, sonaba intensamente.

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