“Así como se decía que la maestra era la segunda mamá, ¿el maestro sería el segundo papá?”. Carlos Dombraski se sonríe ante la pregunta y la acepta como una invitación a compartir su vida de educador, por más de 40 años, en el Normal 3. Un oficio del que, asegura, hay que dar lo mejor, porque las satisfacciones que devuelve son infinitas. 

“Vamos a empezar por el final”, dice el maestro Carlos y gana el comienzo de la charla. Enseguida pone sobre la mesa un escrito, en un papel celeste, con precisa letra cursiva. “Esta es la nota que yo dejé el último día que trabajé en la escuela”, suma a ese testimonio que quiere repasar del 26 de agosto de 2010. El mensaje se asemeja a una carta, empieza con un saludo generalizado y dice: “Allá por mis 20 años comencé a trabajar en la docencia como un medio para poder seguir mi carrera de médico. En poco tiempo me picó el bichito de este increíble camino de enseñar y de educar. Tras 56 años vinculado a esta queridísima escuela y 40 años de docencia me queda esta reflexión: el ser un buen maestro no es la meta, es el camino. Mi intención fue comunicarlo. Maestro Carlos Dombraski. El jueves paso a saludarlos personalmente”.

Y ese jueves de 2010 pasó por cada grado de la Escuela Normal N° 3, de traje azul, galera y bastón. Fue a dar las gracias por el tiempo compartido. Confiesa que en ese recorrido esperaba que le preguntasen por qué había ido vestido así. Pero nadie lo hizo. Ahora lo cuenta: “Me fui vestido así porque dicen que la galera y el bastón son lo máximo de la elegancia. Yo siempre intenté darles a mis alumnos lo máximo de lo que podía”. 

Sobre la mesa del comedor de su casa hay unas cajas con recuerdos de su tiempo de maestro. Saca una foto, otra, alguna que otra cartita escrita en colores y muchos dibujos, y un pergamino que le dedicaron sus alumnas y alumnos de 5to grado de la promoción 1989, y en el que lo nombran “…como el hombre que los respeta para enseñar a respetar”. 

Aquella despedida en traje y con galera y bastón no fue casual. Cada día que fue a dar clases Carlos lo hizo de saco y corbata; y cuando empezó a enseñar en la primaria, de impecable guardapolvo blanco. “El haber sido docente es una de las cosas que más satisfacción me dio. Uno lo recoge a través de los hijos, cuando dicen el apellido y le preguntan «¿Tu papá era el maestro?»”, habla con orgullo y su recuerdo se pierde por las galerías del Normal y los abrazos espontáneos de los chicos. 

“Yo era muy particular, me gustaba jugar en los recreos, les hacía bromas. En las aulas les escondía un lápiz un día a uno, otro día a otro, era esa complicidad. Entraba al salón y los desafiaba con unos cálculos mentales al aire”, dice de ese modo lúdico de entender las clases y que seguramente después eran devueltas con mucho cariño. 

Como no es cuestión de romantizar el oficio, reconoce que la tarea de enseñar también tiene sus sinsabores, y ahora muchos más: “Una cosa es cuando empecé a enseñar en la década del 70, otra es ahora. Ha cambiado totalmente. Un guardapolvo blanco era intocable. Y en la casa «lo dijo el maestro», palabra santa. Ahora es distinto”. 

¿Y el salario? “Siempre trabajé doble turno”, responde sin titubear. Solo cuando arrancó por los primeros años de la década del 70 tenía un sólo cargo. Luego se necesitaron dos cargos para parar la olla. 

Como el maestro Firpo

¿Anécdotas? “Uf, tengo muchas”, se tira para atrás en la silla y larga una sonrisa. Las repasa mentalmente y elige la de aquel niño de primaria que una vez le preguntó en voz alta desde su banco: “¡Maestro! con el acento ortopédico ¿qué hacemos?”. Un hecho que remite al libro del maestro uruguayo José María Firpo y su libro ¡Qué porquería es el glóbulo!, en el que recopila dichos de sus alumnos, alumnas y familias, con gran sentido del humor.

Otra vez acude a las cartas y escritos que guarda. Dice que a veces no identifica de quién era tal o cual mensaje, pero si los ve por la calle sabe que fue alumno suyo o bien que pasó por el Normal 3. “Un dia estaba sentado en un bar y siento que alguien dice «Gracias al maestro Dombraski yo aprendí matemática». Tenía unos 40 y pico de años. Lo reconocí y hasta me acordé del apellido. Nos saludamos y recordé cuánto le costaba aprender matemática, pero aprendió”.

De galera y bastón. Así lucía en la foto que se tomó en su último día de trabajo en el Normal 3. Foto: Redacción Rosario

Tantos años, tantas aulas recorridas ¿Cómo hace un maestro para acordarse del nombre de todas las chicas y los chicos? “¿Y cómo hace un cantor para acordarse de tantas canciones? No lo sé. Se acuerda. Quedan. Indiscutiblemente, por una cuestión de afinidad, algunos alumnos les caen más simpáticos que otros. Eso sí, en el aula son todos iguales. Realmente creo que tuve la honestidad de brindarme a todos por igual. Eso me da satisfacción”, dice, y pide remarcar: “Yo considero que la educación tiene que ser pública y gratuita. Hace la diferencia”.

La docencia es un mundo ganado por las mujeres. Y aunque los varones han escalado un poco más en el oficio, sigue siendo un trabajo en el que ellas son mayoría. El maestro Carlos asegura que nunca sintió esa diferencia, más bien en la escuela lo identificaban por ser el profe que siempre iba de guardapolvo blanco. Y además porque, de tantos años en el Normal, ya era parte de lo cotidiano. 

“Así como a la maestra se le decía la segunda mamá, un maestro ¿es el segundo papá?”. La pregunta se la hizo una compañera de sus clases de pilates y provocó la risa y también esta entrevista. “Hay algo de eso, más cuando se hizo mixta la escuela Normal 3 (nació sólo para varones). Tengo muchísimos recuerdos de los chicos, que me daban cartitas, creo que es porque me veían como un segundo papá”.

Sus alumnos muchas veces lo llamaban “profesor”, aunque él les insistía que era maestro. Entonces era común que lo nombraran como el “maestro Carlos” o el “maestro Dombraski”. Y no faltaba quien en el apurón le dijera: “Pá, digo maestro”.

Normal 3

La historia de Carlos está unida a la de la Escuela Normal 3 (Entre Ríos 2366). Hizo allí el jardín de infantes, la primaria y la secundaria. Egresó con el título de maestro en 1966 y se jubiló como docente a los 60 años. Su recorrido por la docencia arrancó en 1970, trabajando de preceptor, más tarde lo convocan para organizar el profesorado de enseñanza primaria. En 1984 empieza a dar clases como maestro de primaria; también trabajó como profesor de educación física, de actividades prácticas y luego de tecnología.

Uno de los recuerdos que le dedicaron sus alumnos y alumnas de la Escuela Normal 3. Foto: Redacción Rosario

Su trabajo de educador no se limitó al aula, estaba en todas las actividades deportivas, culturales y recreativas a las que lo convocaban. “Fui siempre muy participativo”, define de ese compromiso. Y sigue recordando los reemplazos que hacía ya desde que estaba estudiando para ser maestro; las tareas solidarias con la escuelita de la isla de la que el Normal 3 era padrino y también de su participación con la reconocida escuela de voley de su querida escuela. “Hace rato que estoy escribiendo lo que llamo La otra historia”, adelanta sobre un libro que recoge justamente la vida de este Normal.

En la escuela también conoció el amor. A quien es hoy su esposa, Cristina, se la presentaron en un baile para juntar plata para un viaje de estudio. “La vi y no me separé más. Llevamos más de 50 años casados”, se emociona con ese recuerdo que repasa con lujo de detalles. Ella tenía 14 años, él 17. Cinco años después se casaron. Tienen una hija que es maestra de nivel inicial y tres varones, uno de los cuales también siguió la docencia, es profesor de historia. Y cuatro nietos. “Me tienen más como abuelo que como maestro”, dice de cómo prefiere relacionarse con ellos. 

Llega el momento de las fotos y pide salir también con sus lentes puestos. Porque dice que así lo conocen mejor sus alumnos. Carlos no ahorra en gestos para expresar lo que dice, lo manifiesta con su cara y el movimiento de sus manos. Con cada palabra que comparte, que las vive como si volviera a estar en el aula.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 17/06/23

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