Fantaseábamos con ellas. Nos parecíamos en que éramos tres y teníamos quince años. La historia era sabida. Las habían secuestrado en la ruta al volver de una fiesta a la madrugada. Las habían encontrado tiempo después enterradas con claras señas de torturas inimaginables pero que nosotras sí nos imaginábamos. Vanesa contaba que les habían arrancado los pezones con pinzas y que les habían metido en la vagina un palo de fregona y más cosas que no recuerdo. Se habló de que todo eso había sido filmado y vendido muy caro a gente mala que quería ver esas cosas, y en medio estaba la película Tesis de Amenábar que también hablaba de eso, y el malo en la peli era Eduardo Noriega, mi actor favorito por entonces, y el malo en la realidad era Antonio Anglés y nos reíamos mucho de un chiste sobre que las niñas de Alcáser jugaban en el cielo al “Un dos tres pollito Anglés”. Nos encantaban este tipo de chistes, eran característicos del grupo. Joaquín una vez se inventó uno estupendo que hacía referencia a una chica de nuestra clase cuya casa se había quemado. Se llamaba Yoli, la chica. Y el chiste consistía en que alguien le preguntaba si tenía fuego y entonces ella contestaba que no, que se lo había dejado en su casa. 

Era verano y estábamos en la playa con Inés y Vanesa, las tres. Era de noche. En fin. Nos quedábamos a dormir en mi casa. Sentimos que unos tipos nos miraban mucho y susurraban cosas sobre nosotras, y nos perseguían, y corrimos, y no paramos hasta llegar a mi habitación, en la que había colgado un rosario gigante de madera que no sé por qué razón mi madre había puesto ahí, y que siempre estuvo rodando por mi casa y por mi cuarto desde que mi tía Dolores, mi madrina, me lo había regalado en el bautizo. 

Vanesa, ya con fama entre nosotras de medio bruja, decía algo así como que nos perseguía una nube negra, que alguna energía mala había en la pieza y que teníamos que localizarla. Se concentró y agarró el rosario repentinamente, dándole la vuelta. En la parte posterior de la cruz ponía “Te odio”. Se leía con dificultad, pero era evidente que era eso lo que ponía. 

Sacamos el rosario inmediatamente de la pieza y nos quedamos sobrecogidas y admiradas del poder de Vanesa. 

Al día siguiente se lo contamos a mi madre, que lo que leyó claramente en el dorso de la cruz fue “Zori y Rocío”, Zori mi mejor amiga de la infancia, que por cierto era atea, la única atea del grado, que tenía que salir del aula cuando dábamos religión. ¿Será verdad que habíamos escrito eso de chicas? ¿Y cuándo y cómo y por qué? Pero sobre todo, en qué se parecen “Te odio” y “Zori y Rocío”? 

Creo recordar que mi madre se llevó el rosario y no lo vi más. La amistad con Inés y Vanesa resistió todavía algunos años. Creo recordar también que al Antonio Anglés no lo agarraron nunca.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 23/03/24

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