Yo no sé, no. Manuel llegó a la esquina donde estábamos reunidos, con el Biki (su perro) sujetado con una soguita con una sonrisa de oreja a oreja y mostrando un cartoncito que era la constancia de vacunación. Manuel nos contó que al Biki sobre el medio día lo enlazó la “perrera”, él apenas se enteró fue a buscarlo con el temor que como el Biki era un perro cualunque, siempre embarrado, lo durmieran (sacrificaran) para siempre. A la perrera Manuel llegó como a las 2 de la tarde, minutos antes que cierren. Antes de retirarlo, al Biki lo vacunaron. También nos dijo que ese trámite le costó una moneda y que para conseguirla tuvo que “sacrificar” vendiendo un trofeo de cuando ganó una carrera de embolsados en la kermesse de la Santa Isabel de Hungría.
Más allá de la alegría, Manuel sentía una preocupación, pues a su perro apenas llegó al barrio pasó por la carnicería del Gringo y le compró un gañote y 25 centavos de huesos que el Biki se lo comió ya en la tarde de un jueves santo. Raúl y Carlos que en esa semana les habían puesto la antitetánica, también pusieron cara de preocupación pues en ése momento se estaban comiendo un sánguche de milanesa. Tiguín que todavía tenía en su razonamiento cierta influencia por su paso como monaguillo, nos decía “a los que están comiendo carne, lo menos que les va a pasar es que la vacuna no les va a perder y si van a jugar a la pelo, si el partido lo hacen pateando la de cuero, una de cuero de vaca, para mí es faltarle el respeto al barba de arriba”. Mientras tanto José, que lo escuchaba con atención, se apuró en escupir la sangre de una herida de un dedo que un anzuelo le había producido.
Al rato, en el partido que jugamos en la cancha del Cilindro, el Ratón que esa tarde jugó para nosotros se “sacrificó” por nosotros y en el momento de patear un penal, miró para el lado de la capilla y la tiró afuera. Algunas bicis pasaban con cierto aroma a pescado. Por ese entonces con un par de horas extras, que no eran ningún sacrificio, alcanzaba para un buen sabalaje o unas bogas a la parrilla. Ya para las 7 y media de la tarde Pedro, Juancalito y Manuel, saludaban a unas pibas que entre otras cosas tenían unas sonrisas encantadoras, luego entraban a la carnicería que estaba por Iriondo entre Quintana y Riva a comprar un kilo de brazuelo que estaba en oferta, al salir Manuel murmuró: “Que la virgen, el barba de arriba y su hijo nos perdone”. Pedro lo tranquilizó diciendo: “Tranquilo Manuel, acordate de esas sonrisas, esas sonrisas si es que prenden nada malo nos puede pasar”.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 30/03/24
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