Hace poco más de un año América Latina parecía saldar una deuda consigo misma. Luego del proceso de auge y consolidación de gobiernos de corte progresista en el Cono Sur, le siguió la revitalización y autonomización de las organizaciones multilaterales regionales, durante años percibidas como instrumentos para la estrategia estadounidense hacia la región.

Así, tras la resolución de la crisis entre Colombia y Ecuador por parte del Grupo de Río a mediados del año pasado, o la acción de UNASUR en el momento más álgido del conflicto interno boliviano, surgió un razonable optimismo en torno a la capacidad de estos organismos para la resolución de sus propios problemas, sumado al sesgo conciliador del presidente estadounidense Barack Obama hacia Latinoamérica.

Sin embargo, el acuerdo entre Colombia y EEUU para la utilización de bases militares de aquél país por parte de tropas norteamericanas, aceptado a regañadientes por el pleno de UNASUR el viernes pasado, sumado a la permanencia del gobierno de facto de Roberto Micheletti en Honduras, da cuenta de la configuración de un nuevo escenario regional enmarcado por un estado de convulsión en el cual antiguos conflictos resurgen como respuesta a necesidades de política interna, a la vez que se ponen en cuestión los márgenes de autonomía conseguidos.

La reciente cumbre de presidentes en Bariloche tuvo su antecedente inmediato en la reunión de Quito a mediados de agosto, coincidiendo con el traspaso de la presidencia pro-témpore de UNASUR a Ecuador y con el inicio del segundo mandato presidencial de Rafael Correa al frente de este país.

El tratamiento de la crisis política hondureña y las perspectivas de un acuerdo entre Colombia y EEUU por la utilización de la base militar de Palanquero (ubicada 200 kms. al noreste de la capital colombiana) se habían constituido como ejes centrales de una cumbre cuyo final estaba anunciado de antemano, habida cuenta de la diferencia de posiciones en torno al particular y a la inminencia de su firma.

Este acuerdo, fundamentado por ambos gobiernos como la continuación de las tareas iniciadas en el marco del Plan Colombia, implica la reforma de la base arriba mencionada por un monto de U$S 46 millones, la utilización potencial de personal afectado de hasta 800 efectivos militares y 600 civiles y un futuro emplazamiento en otras seis bases, cubriendo todo el territorio colombiano, aunque el acuerdo remarcaría que estas bases estarían bajo control operacional colombiano en todos sus niveles.

También existe un motivo de carácter estratégico, puesto que la utilización de estos puestos de avanzada compensarían la pérdida de la base militar de Manta (Ecuador), luego de que el gobierno de Correa decidiera no renovar el acuerdo militar suscrito desde 1999, habida cuenta de la promulgación de la nueva Constitución que prohíbe el emplazamiento de tropas extranjeras en suelo ecuatoriano.

Los resquemores suscitados en torno a esta iniciativa se relacionan con intereses concretos en juego, de índole interna. En primer término, la reacción de rechazo de Brasil responde no sólo a la posibilidad de una mayor regionalización del conflicto colombiano, sino también a la posible concretización de su escenario de conflicto más temido: una avanzada de potencias extranjeras sobre territorio amazónico, considerada una de las últimas fuentes de recursos naturales y biodiversidad del hemisferio.

Esto explicaría, por lo pronto ciertos movimientos realizados en distintos niveles, desde el pedido de “garantías formales” a Bogotá en cuanto a que la eventual utilización de las tropas se circunscriba a territorio colombiano, hasta la búsqueda de apoyos regionales de peso, de forma de ganar mayor volumen de negociación de cara a la Casa Blanca, lo cual se tradujo en un acercamiento con México a partir de posiciones comunes sobre la crisis hondureña.

En esta dirección debe destacarse el apoyo inmediato de Argentina a las posiciones contrarias al acuerdo militar, apoyo que tendría su peso a la hora de la Cumbre de Bariloche.

A esta estrategia brasileña de búsqueda de consensos con alto perfil político se le superpuso, del otro lado, la gira sudamericana realizada por el presidente colombiano Alvaro Uribe, ausente de la cumbre de Quito a partir de la ruptura de relaciones entre Colombia y Ecuador desde principios del año pasado.

Esta gira, en un principio explicativa de los objetivos del acuerdo militar, estaba orientada a imponer el tema del rebrote armamentista en la región y el terrorismo como contrapartida al rechazo de su iniciativa, al mismo tiempo que ponía en el tapete el creciente proceso de rearme regional del presidente venezolano Hugo Chávez, a quien Uribe sindica como principal apoyo político y suministrador de pertrechos de las FARC.

En este sentido, las relaciones entre Colombia y Venezuela se vieron una vez más afectadas por este acuerdo militar, dando por tierra con los avances conseguidos el año pasado en la recordada gestión del Grupo de Río en Santo Domingo. En efecto, tanto el golpe de estado en Honduras como la utilización norteamericana de bases en Colombia son percibidos como movimientos destinados a un fin más general consistente en acotarle espacios, incluso con la perspectiva de acciones encubiertas por parte del ejército estadounidense desde territorio colombiano.

Así, la retórica altisonante habitual del presidente bolivariano a nivel interno (con el cierre de 34 señales de cable) y externo (la escalada verbal con Bogotá) darían cuenta de estas inquietudes, pero estas acciones también pueden ser explicadas por factores internos, tales como el apremio de una situación económica en franco deterioro, consecuencia tanto de los efectos de la crisis internacional sobre los precios del crudo como de las vulnerabilidades propias del modelo económico venezolano, dependiente casi exclusivamente de la renta petrolera para el sostenimiento de su proyecto político-social.

De esta manera, la cuestión de las bases colombianas exacerbó, a un mismo tiempo, dinámicas regionales a nivel interno y externo. En un sentido más general, el entrecruzamiento de la cuestión hondureña y el acuerdo militar propició en esta zona de América, el peligro de la reedición de un escenario vivido en el Cono Sur hasta no hace mucho tiempo: la injerencia norteamericana en los asuntos regionales.

En realidad, ambos hechos formarían parte de una estrategia de externalización de poder por parte de EEUU en la región y, con ello, un retorno de América Latina a la agenda de Washington luego de la etapa de descuido de la Administración Bush.

Si bien subsisten divisiones entre la Casa Blanca y el Departamento de Estado en torno a si las relaciones con el gobierno de Chávez deben ser de tipo pragmáticas o ideológicas, en realidad algunos analistas sostienen que el verdadero objetivo de las bases colombianas sería la de intimidar a Brasil, a quien perciben como un actor importante en la región con visos de potencia media cuyos márgenes de maniobra crecen al ritmo del descubrimiento de recursos naturales en su plataforma marítima.

En este sentido, la interlocución privilegiada de Brasilia con Washington se combinaría con un ejercicio de coerción militar, estrategia que vincula no sólo las bases colombianas sino también la reactivación de la IV Flota a fines del año pasado, contando con un horizonte temporal amplio, puesto que la base de Palanquero entrará en esta nueva fase operacional para el año 2025.

Con este escenario como telón de fondo, tanto las posiciones disímiles en torno al acuerdo EEUU-Colombia dentro de la región, como el hecho de que el mismo estaba prácticamente concluido a la hora de la cumbre del pasado sábado, contribuyeron a un escenario de tensión en donde la prioridad para Brasil resultó mantener la cohesión al interior de UNASUR durante la misma.

Los esfuerzos de Lula por moderar a Chávez en los días previos a la cumbre estaban dirigidos a evitar una situación de ruptura unilateral por parte de Colombia. Por su parte, Uribe concurrió a Bariloche con el objetivo de evitar el rechazo de sus pares plasmado en una declaración, contingencia que aumentaría aún más su aislamiento con respecto al Cono Sur. Ambos objetivos se cumplieron, pero a la hora de la evaluación no pueden medirse de la misma forma.

En efecto, el Proyecto de Decisión resultante dejó un sabor amargo a aquellos que buscaban un instrumento más contundente que reflejara el rechazo a la eventual presencia de tropas norteamericanas en Sudamérica, ya que allí consta que “la presencia de fuerzas extranjeras no puede amenazar la soberanía e integridad de cualquier nación sudamericana”, dando por sentado la aceptación del hecho consumado y abriendo la puerta a escenarios similares en el futuro.

De esta manera, Uribe se erige en ganador de la contienda: no sólo cumple su objetivo principal, sino que a nivel interno allana las posibilidades de una re-reelección que viene buscando desde hace un año. En un segundo plano, Brasil y Argentina consiguieron el objetivo de mantener la unidad del grupo. En particular, debe decirse que Lula jugaba mucho de su capital como estadista en esta reunión, ideada como un paso previo a una eventual cita con Obama, aún sin confirmar.

Por último, entre las cosas que la crisis internacional parece haber afectado está la capacidad de Chávez de influir en la agenda regional, más allá de la existencia de sectores en el Departamento de Estado que parecerían centrar las políticas latinoamericanas con un rasero ideológicamente atrasado en torno a su figura.

Al mismo tiempo, comienzan a surgir dudas sobre hasta qué punto Obama es capaz o está dispuesto a implementar una política de diálogo abierto hacia América Latina. El apoyo ambiguo de Washington al retorno del presidente constitucional hondureño Manuel Zelaya, sumado a la situación de las bases militares colombianas y a la fría recepción de la iniciativa de diálogo brasileña, suscita preocupación acerca de los matices del sesgo demócrata hacia la región, o si existe un remanente de raigambre republicana adepta a las políticas coercitivas propias de la Administración Bush.

En este sentido, la mirada latinoamericana está dirigida a Tegucigalpa, y todos son conscientes de que allí se juega algo más que la democracia de un pequeño país centroamericano.

Lo cierto es que tanto Honduras como Colombia marcan hoy el ritmo de los sucesos políticos, en el marco de un recrudecimiento de la carrera armamentista, que algunos leen como reacción a las nuevas políticas norteamericanas. La reedición de temas de agenda que parecían superados y la presencia cada vez más patente de sectores de poder contrarios al sesgo político predominante en Latinoamérica plantea el interrogante acerca de los verdaderos límites de aquél auge progresista y de cuales son las vías para superar los desafíos que este nuevo escenario, aún en formación, plantea a la región.

* Dpto. Análisis Político de Coyuntura – FUNIF Rosario
 

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