(Desde Leeds, Reino Unido) Ciertas veces las anécdotas, esas personales grageas semióticas, por más banales que ellas sean nos ayudan a comprender una realidad plagada de espejismos que se nos suele presentar compleja e inasible. Acá les cuento dos de ellas que, aunque alejadas en el tiempo, dicen, creo, cosas sobre el fútbol y el carácter de los pueblos. Peruanos e ingleses las protagonizan.

Luego de algunos años viviendo fuera de Argentina, regresé al país a mediados de los años 90. Lo hice con una gran ilusión y con el recuerdo intacto de las cosas buenas sobre el país que mi memoria selectiva había guardado y mimado durante los años de distancia. Entre esas cosas buenas estaba nuestra cultura futbolera, ya saben, el potrero, el barrio y los amigos, los códigos, la rivalidad noble y la aceptación del otro por el simple hecho de ser capaz de pegarle a una pelota, ahora le llaman integración. Todos los ingredientes que supieron nutrir una modesta y masculina filosofía de la vida argentina que pensé inalterable.

De entre los recuerdos que conservé sobre el fútbol por entonces sobresalía, como buen habitante de La Tablada, la magia de los picados en los inmensos potreros aledaños a la cancha de Central Córdoba. Yo me crié en ellos. Siempre recordaba y recuerdo la facilidad con que uno podía entrar a jugar en los picados con un simple ¿Che, hay lugar? Buscar picados con número impar siempre facilitaba nuestro fichaje inmediato. Luego de un breve escrutinio de reojo de los jugadores, ahí nomás estamos corriendo como locos detrás del cuero. Ser aceptado en un picado era, para el pibe que fui, algo cercano a la felicidad.

Lo primero que hice cuando volví al país en 1995 fue agarrar mi bicicleta y acercarme al parque del Monumento buscando un picado en donde jugar. Encontré a varios, recorrí uno tras otro y la respuesta fue siempre la misma: No hay lugar. Yo mucho no había engordado y todavía conservaba cierta silueta deportiva. ¿Que había pasado en esos años en Argentina? Pensé al boleo que el menemismo no solo había logrado privatizar nuestra conciencia y recursos naturales sino que también la cultura del potrero.

Las canchas pagas de fútbol cinco se reproducían por todo el país y el espíritu neo liberal se proyectaba por los parques de la ciudad. El negocio del fútbol había sustituido a uno de los cimientos de nuestra cultura popular. Los muchachos del campito se habían transformado en calculadores y competitivos brokers del fútbol. Estamos perdidos pensé, sin picados abiertos el país corre un gran riesgo.

Con la moral por el piso, por el barro, a la semana siguiente lo intenté de nuevo. Entre el famoso carrito de hamburguesas y el río encontré un grupo de muchachos que jugaba un tremendo picado, algunos jugadores esperaban afuera para entrar. Los pibes, todos morochos, todos peruanos, me vieron acercar y se quedaron sorprendidos. Probablemente llevaran años viviendo en Rosario y jamás habían jugado con un argentino, al menos eso me pareció a juzgar por sus rostros perplejos

A regañadientes, desconfiados, los futboleros andinos me dejaron entrar. Tuve la suerte de hacer un par de goles y a pesar o raíz de ellos me comí la mar de patadas todas ellas destinadas, supuse, a probar mis buenas intenciones. El rito iniciático de las patadas y cierta suspicacia en los peruvian brothers lejos de desanimarme me alentó. Seguí yendo a los picados sábado tras sábado, la desconfianza muto en simpatía y al poco tiempo ya era uno más del grupo. Este hecho me llenó de un regocijo que no logro sin embargo diluir la tristeza que los picados argentinos y menemistas me provocaban.

Con el tiempo descubrí que la mayoría de mis amigos peruanos eran empleados ilegales de los varios restaurantes de comida china que comenzaban a establecerse en Rosario. Yo solía comer en esos restaurantes y allí consolidé mi amistad con ellos que no dudaban en salir de las cocinas en donde los explotaban para venir a saludarme o preguntarme si necesitaba algo. Fue extraño encontrar a mí a regreso a la Argentina la dignidad y efecto añorados en un grupo de jóvenes peruanos, pero bueno, así son las cosas.

Luego la vida continuó y yo seguí pateando por aquí y por allí. Me metí en picados en Brasil, Italia, España, Colombia, Marsella (un mundo aparte) y recientemente en Cachemira, India. Siempre buscando esa sensación de mi infancia en La Tablada en donde entrar a un picado era la cosa más normal del mundo. Las respuestas siempre fueron buenas, el fútbol del pueblo sigue allí, intacto, lejos del Camp Nou, los contratos millonarios y la codicia de las marcas.

Todos los que han jugado un picado alguna vez saben que en ellos, como en la vida, emergen rápidamente la miseria y noblezas de la gente. Rápido se ven los morfones, los talentosos, la buena gente, los troncos voluntariosos, los malandras, los solidarios y los listos de turno. Un picado de fútbol suele tener el peso epistemológico del mejor tratado de sociología comparada. Allí estamos los humanos con nuestros actos que todo lo dicen.

Ahora la vida me ha llevado a vivir al norte de Inglaterra y como no podía ser de otra forma ayer domingo pasado me metí en un picado por primera vez. Unos cuantos muchachos jóvenes, ciento por ciento británicos, pateaban en las laderas inclinadas de las suaves colinas del Burley Park en Leeds, mi nueva ciudad. A mi hijo de ocho años le brillaban los ojitos por entrar a patear pero no se animaba a preguntar. Lo agarré de la mano y me mandé. Hi there, can we play? Al segundo allá estábamos jugando, los ingleses, un pibe inglés de origen paquistaní, Ibrahim, mi hijo Lucio y yo. Jugamos durante al menos dos horas y fue fantástico. Puro placer futbolero lejos de estereotipos y prejuicios.

Todos los britons destilaban una nobleza y una generosidad sorprendente, “fair play” que le dicen. La gentileza hacía mi hijo y hacia el niño Ibrahim no dejaban lugar a dudas. Cada lance, cada centro o pared mostraban honestidad básica, buena tripa, salud mental. Agotado y alegre regresé con mi hijo a casa y me puse a escribir estas líneas difusas.

Los picados, como cualquier otra actividad humana, nos suelen dar señales de estado de cosas, a veces muestran las entrañas de un grupo, un barrio, una sociedad. Otros preferirán los simposios, las redes sociales en Internet o los libros de Osho, yo sigo confiando en el poder simbólico de un buen picado. ¿Hay una ética en los picados de fútbol? ¿La permanente buena conducta y solidaridad en estos informales encuentros deportivos puede acercarnos al Nirvana? Yo de momento soy feliz en los picados ingleses, como lo fui hace años en medio de un grupo de peruanos en la orillas del río Paraná.

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