La oposición, sin propuestas ni argumentos, pasó a los hechos.
La oposición, sin propuestas ni argumentos, pasó a los hechos.

La oposición al gobierno nacional está recurriendo a todas las formas de la violencia. A la violencia simbólica de los medios hegemónicos (tergiversación y mentiras) se suma ahora la violencia física (disturbios callejeros provocados). Se intenta recrear diciembre de 2001 utilizando y excitando cínicamente las necesidades insatisfechas, sin importar el costo en vidas. La tragedia se repite como farsa, pero si hay muertos la farsa es trágica. El escenario representa un gran desafío para el gobierno, que se ve obligado a gobernar siempre al borde del error, en un límite muy filoso. Conforme se acerquen las elecciones, todo indica que el uso de la violencia irá en aumento.

El discurso de la oposición no convence, se repite hasta la exasperación, se desgasta, se debilita. Y pierde adeptos entre las porciones de los sectores medios que muchas veces hacen de claque a los poderes fácticos más concentrados, y que son fundamentales para sumar, para configurar la masa crítica necesaria para que las posiciones más conservadoras puedan obtener una cierta representatividad en el juego democrático. Pero no lo logran, o lo logran en forma insuficiente, y en su impotencia recurren a la fuerza bruta, a la violencia física más evidente, sin importarles el costo en vidas y sufrimiento humano, sin importarles lo fundamental. Así muestran, desnudan, hacen explícito el modelo país que desean reimplantar en caso de acceder al poder. Es como si alguien, cansado de ser rebatido en una discusión, ya harto de quedar en rídículo, sin argumentos, sin siquiera excusas que obren como tales, sin mentiras verosímiles, interrumpe el intercambio de ideas atacando físicamente a sus interlocutores.

Ante el fracaso de la violencia simbólica que utilizan los medios hegemónicos al servicio de los poderes fácticos, se recurre a la violencia física en las calles. Detrás de todo este escenario está la otra gran forma de violencia, larvada, invisible, la violencia sistémica, la violencia estructural del capitalismo, las grandes necesidades insatisfechas de los sectores más vulnerables, las asignaturas pendientes, las rémoras que lastran nuestra sociedad tras años de devastaciones neoliberales. Y aunque la situación social de la Argentina, según señalan los ojos y los organismos internacionales, ha venido mejorando desde 2003, es mucho lo que queda por hacer. Y es allí donde el conglomerado opositor encuentra una brecha, un filón, un punto débil donde atacar para desestabilizar al gobierno nacional. El “negocio” es redondo y perverso: los poderes concentrados utilizan la misma desesperación social que ellos mismos crearon con sus políticas de ajuste.

Esta operación electoralista que apuesta a desestabilizar un gobierno democráticamente elegido es esencialmente criminal, y demuestra, una vez más, que las políticas retrógradas del neoliberalismo siempre, sin excepción, y no sólo en la Argentina, sino también en otros lugares del planeta, necesariamente tienen que recurrir a la violencia para implantarse y sostenerse. Es obvio: la violencia está contenida en las propias políticas de ajuste neoliberal, esencialmente injustas. Esa violencia, implícita en ajustes y recortes, y que se aplica especialmente contra trabajadores, asalariados, jubilados y sectores más vulnerables, necesariamente estalla, rebosa, se vuelca a las calles. Y cuando eso sucede los poderes fácticos recurren, en forma automática, a las formas más abiertas y brutales de la represión. Los ciudadanos, bajo estas políticas neoliberales, como lo demuestra la historia argentina, deben decidir entonces si morir de hambre o de bala. Esta parece ser la noción de democracia de la derecha argentina a juzgar por la historia de nuestro país.

El discurso del conglomerado opositor pierde fuerza ante la realidad, ante los números, ante las cifras de crecimiento y el consumo boyante. Los tan mentados sectores medios que gustan dejarse seducir por los cantos de sirena de la derecha suelen ser inconstantes en sus preferencias. Veletean, algunos prefieren irse de shopping antes que andar despotricando contra un gobierno que, después de todo, y aunque nunca lo digan en voz alta, no es tan terrible como dicen que es Clarín y La Nación. El discurso fascista, el miedo, el desprecio a la otredad y el racismo resultan seductores para algunos, pero todo eso se desvanece cuando aparece una buena oferta del shopping de moda, cuando las happy hour brotan en cada rincón, y las 50 cuotas son como un bíblico maná a la medida de los sectores medios. A veces, consumismo mata fascismo.

Por eso, el conglomerado opositor tiene que subir la apuesta, ir a fondo, e intentar remedar un escenario modelo diciembre de 2001. Y la muy citada sentencia de Kart Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte no les importa: la tragedia se repite una y otra vez, como farsa, pero igual les sirve. La farsa de una farsa de una farsa también les sirve, sin importarle que cada una de sus cínicas farsitas contienen tragedias humanas: muertes en las calles, utilización aviesa de la desesperación de los más pobres, uso criminal y electoralista de la violencia para desestabilizar, y luego llamar al “orden” para justificar la represión, e imponer el “orden” injusto y elitista de los poderes fácticos más concentrados. Los intentos fallidos de recrear un diciembre de 2001 se constituyen en la más contundente demostración de que la situación social actual dista muchísimo de aquella del final del gobierno neoliberal de Fernando de la Rúa. Pero todo indica que insistirán con esa fórmula como lo vienen haciendo con los armados discursivos negadores de la realidad. Es posible que la violencia continúe y se intensifique. La lógica en marcha es de temer. Los manotazos de ahogado son siempre violentos, ciegos y torpes. Arrastran a otros, hunden a las mayorías. No les importa que todo un país de hunda. Mejor dicho: quieren que se hunda.
 

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