Nerds militares cual sanguinarios jugadores de Play Station.
Nerds militares cual sanguinarios jugadores de Play Station.

Resulta a estas alturas difícil elucidar si Hollywood se inspira en el Pentágono o el Pentágono en Hollywood. Si –además de financiarse con recursos estatales y justificar en la ficción las ambiciones imperiales– la mayor maquinaria propagandista del globo nutre o se nutre de las para nada ficticias atrocidades del gobierno norteamericano en tierras musulmanas. Si las fuerzas armadas estadounidenses siguen instrucciones de altos estrategas de la inteligencia vernácula o de mediocres guiones cinematográficos.

El hecho es que la línea que separa lo real de lo ficticio se transgrede provechosamente más y más, y deja al distraído cinéfilo devorador de celuloide americanista (en el peor sentido del término), más alienadamente confundido que nunca.

Tomemos por caso los operadores de drones –comandos remotos de aeronaves de ataque no tripuladas–, convengamos sobre su no muy lejana infancia y más cercana adolescencia atosigadas ambas de filmes y videogames de alto contenido bélico, pop corn, Mac Donalds y Cokes, CNNs, ABCs, Disney Worlds y Metro Goldwin Mayers, machacando sobre el terrorismo unos, sobre dragones y princesas y fervor patriótico, los otros. Revolvamos y esperemos hasta que rompa el hervor. ¿Qué obtenemos?

Más de mil personas murieron durante el año pasado en Pakistán a causa de los ataques de aviones no tripulados estadounidenses y se cuentan de a cientos las bajas que produjeron estos avatares electromecánicos en lo que va de 2011 sin derramar una sola gota de aceite hidráulico. Eso obtenemos.

Y más también. Después del asesinato al desarmado Osama Bin Laden en el complejo residencial de Abbottabad, Pakistán, a manos de un grupo elite de la marina norteamericana, Washington continúa reforzando el uso de fuerzas especiales y ataques asesinos con aviones teledirigidos.

Tres días después del ataque de los comandos en Pakistán, las fuerzas armadas norteamericanas lanzaron un ataque con misiles teledirigidos en el sur de Yemen con el fin de matar a Anwar al-Awlaki, un clérigo musulmán de nacionalidad estadounidense. No tuvieron éxito, pero en el interín limpiaron a dos perejiles que andaban por ahí y que, claro está, fueron oportunamente tildados de ser miembros de al-Qaeda.

El 6 de mayo la CIA desató otro ataque desde aviones teledirigidos en Waziristan norte en Pakistán, cerca de la frontera con Afganistán, causando la muerte de por lo menos 15 personas. Este fue el ataque con aviones teledirigidos en Pakistán número 195 desde que Obama asumió la presidencia.

La administración norteamericana actual ha incrementado los asesinatos con aviones teledirigidos cinco veces, matando cuatro veces más eventuales “terroristas” en 27 meses que la Casa Blanca de George W. Bush en ocho años, según escribió Victor Hanson en el National Review Online.

Días después del asesinato de Bin Laden, informes de la prensa y descripciones del ataque de los Seals dejaron en claro que nadie en la casa principal donde residía el príncipe malvado estaba armado. Las órdenes eran de matar a cualquier hombre adulto y “neutralizar a las mujeres”, escribió William Saletan en la revista Slate del 5 de mayo.

Los drones no se marean ni arrugan

Para Washington, una cierta cantidad de daños colaterales son ampliamente aceptados en el fragor del combate, pero lo que no es tolerable son las mariconadas colaterales. El ataque directo sobre entornos civiles, aunque se encuentren estos destinados a uso militar –reza un artículo de The Economist–, le provocan náuseas al leal soldado americano. Algo que se evita –las náuseas, se entiende– si en lugar de carne y hueso, mandan los UAS (sistemas aéreos no tripulados).

El artículo explicaba también que cualquier ataque a civiles constituye un crimen de guerra y algo así como que si son llevados a cabo por drones, aunque causen bajas civiles, no se lamentarán efectos indeseables en la moral norteamericana. Se cita a modo de ejemplo el bombardeo del 23 de junio de 2009 que masacró 80 personas en el sur de Waziristán que nada tenían que ver con el terrorismo, sin que a nadie le temblara el pulso ni antes ni después del pequeño error.

El desarrollo de la robótica para su utilización en el campo de batalla –sostiene un informe del comandante de la fuerza aérea británica, Peter York– ha permitido a los soldados distanciarse del peligro, la suciedad y las tareas mundanas. El operador de UAS controla múltiples vehículos aéreos no tripulados, potencialmente en múltiples áreas de operaciones, conectado a un comunidad de guerreros fuera y dentro del teatro de operaciones mediante una red virtual, todo desde una confortable oficina apenas a unas cuadras de su casa. Ya no necesita enfrentarse cara a cara con el enemigo, interactuar con él o entender siquiera sus motivos ni vivir en condiciones de austeridad o, incluso, vestirse para la ocasión.

Sólo en 2007 los Estados Unidos condujeron aproximadamente 250 mil horas de vuelos no tripulados en distintos teatros de operaciones alrededor del mundo y esto viene aumentando mes tras mes, supliendo carne, sangre y huesos por metal.

Basta con llegar a horario, marcar tarjeta, aniquilar unos cuantos, tengan estos o no el cartel de talibán encima, cortar a la hora de comer, tomarse un cafecito, volver a la poltrona, agarrar el joystick, seguir ejecutando gente, marcar la salida, y retornar a casa a jugar con los chicos. Eso sí, que sea a cualquier otro juego, porque de Play Station, hasta las gonadas.

Y Hollywood acompaña

Queda claro que para los yanquis, la heroicidad del combate ya ni siquiera pasa por arriesgar el pellejo en nombre de la libertad. El honor ya no se asocia al juego limpio, al mano a mano; el coraje nada tiene que ver –si alguna vez lo tuvo para ellos– con enfrentarse con uno del mismo tamaño, o con más de uno.

Rambo ya fue, el musculoso John reventándose a tiros contra trescientos cubanos, o vietcongs, o portadores de turbantes –él solo– es historia. Ahora, esos valores –si pueden considerarse como tales– se esfuman cediendo el protagonismo a la superación tecnológica, el positivismo se erige como máximo prócer imperial y el Corazón Púrpura –condecoración presidencial al soldado herido o muerto en combate– no relucirá más que el pecho acerado de algún dragón mecánico, teledirigido desde la seguridad del hogar, por inmaculadas manos anónimas.

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