La bella princesa fenicia recogía flores y disfrutaba de la playa, cual Heidi mediterránea, cuando sobrevino el rapto, que comenzó con engañifa. La aparición de un manso toro blanco distrajo a la joven, que al acariciarlo cayó en la trampa. El animal era Zeus, que mutó en toro para engañarla y poseerla. Cebado y sobado, el falso bovino la llevó hasta la isla de Creta y allí la violó debajo de un plátano. La princesita era Europa, y su nombre lo heredó un continente marcado por el engaño, los abusos y la violencia. Mientras arrasan culturas enteras y asesinan a decenas de miles de personas, las elites europeas castigan a sus propios compatriotas con ajustes y palos.

“Por todas partes yacían cadáveres aterradoramente deformados. En algunos seguían titilando llamitas de fósforo azuladas, otros se habían quemado hasta volverse pardos o purpúreos, o se habían reducido a un tercio de su tamaño natural. Yacían retorcidos en un charco de su propia grasa, en parte ya enfriada”, escribe Winfried Sebald en Sobre la historia universal de la destrucción, donde se describen las consecuencias de las tormentas de fuego desatadas sobre las ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.

Las imágenes del narrador alemán nos remiten y conducen a otras, y se erigen en símbolos de la historia de Europa, al menos de la parte negada de esa historia, la contracara de la Europa bella, culta, perfumada, democrática y brillante.

Con su historia de barbarie detrás, como indispensable contexto, la violencia de la Europa de hoy recobra todo su significado y la serie caótica se ordena: violencia simbólica, medios de comunicación concentrados, sistema capitalista ajustador, palos y gases de la policía, “bombardeos humanitarios”. La eurozona se erige como avanzada del neoliberalismo más fundamentalista: todo el poder a los mercados. La Unión Europea hizo realidad el sueño del capitalismo tardío: una moneda única pero sin Estado.

El Estado claudica, se rinde ante el mercado, se retira de casi todo, excepto del uso de la fuerza represiva, necesario para someter a quienes se resisten a los ajustes. El Estado se reduce así a su mínima y más vil expresión: hace el trabajo sucio, ajusta, reprime, mata dentro y fuera de las fronteras de Europa.

Opacando los fulgores de las estrellas que pueblan la bandera de la Unión Europea, el fuego quema hoy los podridos cuerpos de los ciudadanos masacrados en las calles de Trípoli, mientras Nicolás Sarkozy y David Cameron se reparten el botín colonial, como virreyes, como aves de presa que sacuden el pico para deglutir los últimos colgajos de carne humana putrefacta.

Hay un puente que une, explica y contextualiza las actuales violencias con otras, lejanas, antiguas, primigenias. Es un puente hecho con trozos de cuerpos humanos desgarrados. El acre hedor se impone a las imágenes perfumadas, edulcoradas y eufemísticas de los grandes medios hegemónicos de comunicación al servicio de los poderes fácticos.

Continente marcado por la barbarie colonialista, imperialista y racista, su historia oculta es una historia de atropellos, de represión y genocidios. “El área del planeta controlada por los europeos aumentó del 35 por ciento en 1800 al 84,4 por ciento en 1914”, afirmó el académico estadounidense Daniel Headrick en su libro El poder y el imperio. La tecnología y el imperialismo de 1400 a la actualidad.

La conquista y colonización de América es un clásico y obvio ejemplo para denunciar la violencia europea de antes, de ahora y de siempre. El historiador italiano Alberto Tenenti destaca en La edad moderna XVI-XVIII la ferocidad que mostraron los conquistadores, no sólo con los conquistados, sino también entre sí, en sus bestiales disputas internas, dejando bien en claro las verdaderas intenciones de la invasión: el lucro, el saqueo y la enceguecida búsqueda de riquezas, tal como ocurre hoy, por ejemplo, en Irak, Afganistán y Libia, entre otros países.

La muerte del emperador Atahualpa, bautizado y estrangulado en 1533, es un poderoso símbolo del engaño, la muerte y el genocidio como forma de producción. Y un emblema de la acumulación originaria en los albores del capitalismo. “Sólo con el rescate del emperador Atahualpa se apoderaron de metales preciosos por valor equivalente a medio siglo de producción europea”, escribió Tenenti.

El arma principal de los invasores europeos del siglo XV nada tenía que ver con los adelantos tecnológicos de una civilización que se pensaba y piensa “superior”, sino todo lo contrario: era la peste. “En las dos primeras décadas de contacto entre los españoles y los pueblos de América continental perecieron unas 40 millones de personas. A fines del siglo XVI, de 80 millones se habían reducido a 12 millones”, afirma Tenenti. Arcabuces sí, pero sobre todo viruela.

Al igual que América, África es un espejo que refleja la peor cara de Europa, la más salvaje y sangrienta. El continente africano ocupó un papel importante en el desarrollo del capitalismo. A partir del saqueo de dos continentes se produjo la acumulación originaria de capital que está en el origen del sistema capitalista mundial. En África no sólo los ingleses crearon los campos de concentración. También en África, los alemanes colonialistas ensayaron, más precisamente en Namibia, a principio del siglo XX, sus primeros experimentos con seres humanos vivos. Y los belgas asesinaron entre cinco y diez millones de personas en el Congo. La rapiña de las potencias europeas explica el estado lamentable de los pueblos de África hoy. Allí, la brillante Europa, la misma que alcanzó logros inigualables en las artes y las ciencias, desplegó las más oscuras, injustas y destructivas miserias.

“No hay futuro”, ladraban los Sex Pistols en los 70, y la realidad de la Europa ajustada de hoy les da la razón. Por primera vez desde hace un siglo, en Europa las nuevas generaciones tendrán un nivel de vida inferior al de sus padres. El desempleo juvenil en la Unión Europea alcanza el 21 por ciento, y en España trepa al 42,8 por ciento. En este contexto, no sorprende que sean mayormente jóvenes los manifestantes que salen a enfrentar los ajustes en las calles.

“Una epidemia de indignación está sublevando a los jóvenes”, escribió Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique de septiembre con referencia a los manifestantes no sólo de Europa, sino también de Israel, Norte de África y Chile. Porque más allá de las enormes diferencias entre cada realidad social, hay algo en común en todas las protestas: la indignación es contra medidas neoliberales, contra el retiro del Estado en favor del mercado.

Europa, la violenta, la barbárica, se convirtió ahora al dogma que más víctimas está causando en el mundo: el neoliberalismo, el capitalismo financiero, la especulación financiera que predomina en esta etapa del capitalismo tardío.

La opción de los gobiernos europeos por el ajuste es política, ideológica: significa elegir quiénes pagan los platos rotos. Si los gobernantes se decidieran, por ejemplo, a exigir una Tasa sobre Transacciones Financieras (TTF) de un 0,1 por ciento sobre los intercambios de acciones de la Bolsa y los Mercados de Divisas, la Unión Europea obtendría entre 30 y 50 mil millones de euros por año, más que suficiente para reimplantar el Estado de Bienestar que pide la gente. Pero no: se elige beneficiar a los grandes banqueros, que embolsan ganancias fabulosas, en detrimento de la salud, la educación, los trabajadores, los jubilados, los pensionados, y los sectores más débiles de la población.

Bajo la atenta mirada de la Acrópolis, los griegos luchan y desangran en Plaza Syntagma para resistir el ajuste y los despidos masivos, al igual que los indignados españoles, ingleses, franceses, e italianos. Los helenos identifican como enemigos a la Unión Europea, el Banco Central Europeo, El Fondo Monetario Internacional y los banqueros alemanes y franceses.

A los palazos y gases asfixiantes de la policía antimotines los ciudadanos griegos les responde tirándoles contundentes trozos de historia. El blanco mármol ateniense, idéntico al famoso mármol pentélico del Partenón, rompe los escudos de los defensores del orden neoliberal. Y en ese choque queda simbolizada buena parte de la historia del continente. “Perros que defienden a sus amos, imbéciles”, les gritan los atenienses a los policías. “Nosotros habíamos construido la Acrópolis cuando los franceses y alemanes vivían arriba de los árboles, que se cobren de acá”, señalan los compatriotas de Homero ofreciendo sus genitales como pago.

Desde el Olimpo, Zeus y Europa observan preocupados el devenir del continente. La princesa propone demandar a la Unión Europea por el uso indebido de su nombre. Zeus sonríe. Siempre prefirió dirimir sus pleitos sin burocracia, con la fulminante contundencia del rayo.
 

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