Cristina Procrear

El sólo anuncio de una medida que implica profundizar la centralidad del Estado en la vida social, como es el caso del plan de créditos para la vivienda, conmueve el escenario político y desnuda la debilidad de la oposición. La política, y la ideología en estado puro, barren con las caretas de los simuladores.

Más allá de los resultados, más allá de la suerte de la implementación concreta del plan de créditos destinado a la vivienda bautizado Procrear, el sólo anuncio de esa medida sirvió para desambiguar discursos, voltear máscaras, aclarar posiciones y desnudar falsarios, hipócritas y Tartufos.

La decisión es una definición clara, contundente, que reafirma, una vez más, cómo se concibe el papel del Estado, su centralidad en la vida social. Esta concepción del Estado es contraria al modelo ajustador que destruyó las democracias europeas y sumió a ese continente en la actual crisis social y de representación.

Los indignados de Europa, Estados Unidos y Canadá ganan las calles y enfrentan la represión policial, y las alevosas restricciones a los derechos civiles básicos, para reclamar por una gestión de gobierno que tenga en cuenta los intereses de los ciudadanos por encima de la angurria insaciable de los denominados mercados.

Los ciudadanos del ex Primer Mundo claman por un Estado que ocupe el centro de la vida social, que repare injusticias y ponga freno a los poderes fácticos, que invierta en viviendas, salud, educación, y promoción del empleo. Inversión social, no gasto.

En el ex Primer Mundo las mayorías desean lo que está sucediendo en América latina, como nuevo paradigma, como camino a seguir, como alternativa viable a los ajustes, que ya demostraron ser un camino sin retorno. De algún modo, los europeos claman por el retorno del Estado de Bienestar que imperó en ese continente tras la Segunda Guerra Mundial. La Unión Europea, monumento al triunfo del neoliberalismo, barrió con esas conquistas.

No resulta muy difícil contrarrestar la prédica apocalíptica y pro-mercado de los medios hegemónicos de la Argentina y el resto del mundo. Basta con leer las pancartas que enarbolan los españoles, ingleses, italianos, portugueses, alemanes, franceses, griegos, estadounidenses y canadienses. Basta reparar en los votos antiajuste en todos los continentes. Un mismo reclamo, en varios idiomas.

En esta particular coyuntura mundial, y más allá de una infinidad de matices, la cuestión está planteada en términos de un enfrentamiento básico, profundo, entre el Estado, por un lado, y las fuerzas de los mercados y los bancos, por el otro. Economistas y politólogos de todo el mundo alaban y ponderan el modelo argentino, sin restricciones ni ambages.

El mero anuncio de un plan de créditos como el impulsado por el gobierno nacional deja mal parado a los opositores, los desnuda. Y lo que se deja ver tras la careta es lo inconfesable, aquello que siempre se oculta, aquello que se tapa con palabras ambiguas, vacías, engañosas. Quedan mal parados aquellos que rumian como Tartufos sobre las internas del gobierno y los chismes y miserias de Palacio. Quedan desnudos los que insisten en fabular sobre la troupe semi permanente de funcionarios demonios, diablillos y Mefistófeles que infestan la Casa Rosada.

Las decisiones del gobierno desnudan sus vergüenzas. Tiene más fuerza que las fabulaciones baratas.

Los que atacan al gobierno, en realidad, atacan al Estado. Atacan una concepción del Estado que pone freno a los poderes fácticos. Que cuestiona a algunos representantes de esos poderes, al menos.

Los que atacan la gestión encubren, en verdad, un rechazo de todo lo colectivo. Detestan, en realidad, un proyecto de país con inclusión social. Desean el retorno del paradigma neoliberal. Pero eso paradigma está siendo repudiado en todos los rincones del planeta. Los Tartufos están fuera del mundo.

En 1664, Moliere estrena su comedia Tartufo o el impostor, en la que un falsario resume en su rastrero ser toda la hipocresía, la falsedad y la miseria que imperaba entre los sectores poderosos de la sociedad de entonces. Desde el estreno de esta obra, que produjo un escándalo y fue censurada, el nombre Tartufo pasó a simbolizar fingimiento, falsedad e hipocresía. Moliere conocía muy bien el tema: él mismo había padecido el embate de los falsos devotos, reaccionarios y puritanos, que atacaron y censuraron su obra e intentaron destruir su carrera. “La hipocresía es el colmo de todas las maldades”, afirmó Moliere.

Los Tartufos rumian en los rincones. Farfullan sobre La Cámpora, la relación de Cristina con el Partido Justicialista, los dólares. Ensayan anuncios de desastres. No registran acierto alguno hasta ahora, pero siguen adelante. Tienen aire, tienen espacio para propalar sus palabritas sin contenido, porque trabajan para los más poderosos y desprecian la política.

Apokaletas fracasados, recurren a mentiras paticortas, hablan de “la plata de los jubilados” y así dejan claro aquello que sus palabras ambiguas siempre ocultan: desprecian la inteligencia de la ciudadanía, ignoran esa inteligencia. Fingen. Mienten a sabiendas. Recurren a los prejuicios de ciertas porciones de la clase media. Se nutren de Billiken y Anteojito. Pero allí está Tartufo o el impostor, que los muestra en sus paños menores neoliberales.

Más allá de la suerte futura del Procrear, su sola enuniciación funciona por esta horas como un poderoso mentís para Tartufos. “Odioso para mí, como las puertas del Hades, es el hombre que oculta una cosa en su seno y dice otra”, señaló Homero.

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