La cola frente a la zapatería Christian Louboutin no es larga, pero avanza con lentitud. Los empleados hacen pasar a los clientes de a uno. Allí, todos los zapatos tienen la suela roja: es la marca característica del negocio. Los precios van de los mil a los dos mil euros. El local está en uno de los extremos de Vero Dodat, galería de finales del siglo XIX, antecedente de las grandes tiendas y los shoppings, y fuente de inspiración de escritores y filósofos.

Algunos zapatos de Christian Louboutin lucen severas erecciones, muestran dientes, amenazantes pinchos de metal, falos de oro, collares de perro bravo. Otros se erigen como catedrales, laberintos, o escenarios de raso, seda, charol. Carla Bruni suele comprar en este local, ubicado a la salida del pasaje comercial, o galería, fundado por los prósperos salchicheros Vero y Dodat.

Los pasajes comerciales son túneles del tiempo, espacios recoletos en medio del bullicio, fotos en sepia, madera y cristales labrados, daguerrotipos de espectros de seres y objetos idos-presentes.

Se esconden los pasajes parisinos, se ocultan, cargando con sus fantasmas, en rincones oscuros. Huyen de la vista del caminante, y se arrinconan en su pasado hipnótico, irrecuperable.

Como en las catedrales, la luz se filtra por los techos vidriados para causar adoración y místico pasmo. En muchos de ellos, la presencia del hierro remite a las construcciones de finales del siglo del siglo XIX. Otros son de fines del siglo XVIII. Todos están muy decorados. Abundan la madera, los mosaicos de intrincadas formas, las sombras.

Surgidos a partir del crecimiento de la burguesía triunfante, se erigieron en los espacios vacíos entre edificios. Son el resultado de la especulación financiera. En un mismo sitio, apartado del ruido, la mugre, el barro y las aguas servidas de las calles de entonces, son, a un tiempo, comercios, paseos, y viviendas.

Quedan unos veinte en París. Todos en la margen derecha del Sena. Los más suntuosos están en el sector delimitado entre el Palais Royal-Louvre y los grandes bulevares. Libros orlados, antiguas ediciones, tapas de cuero y letras doradas y gastadas. Mapas antiguos. Hay una boutique especializada en muebles para casas de muñecas, como una mueblería de Liliput, minibarzante. Y un local que vende bastones con empuñaduras diversas, hipocampos, gavilanes, demonios, querubines, damas de corte, Zeus, perros de caza. Y hay otros que, ante ojos venidos de otros pagos, se niegan a revelar su arcano. Es difícil adivinar qué venden.

En los bares, los parroquianos son siempre fantasmas: Verlaine, Bretón, Aragón, Eluard, Vidocq, Colette.

Julio Cortázar supo que una de estas galerías es un pasaje a otro tiempo-espacio, tal como narró en el cuento “El otro cielo”.

“Me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas”, escribió Cortázar, captando el efecto que producen estos umbrosos espacios, monumentos de la burguesía triunfante, altares de la mercancía.

Honoré de Balzac y Emile Zola los tomaron como escenarios para sus narraciones. Y el filósofo alemán Walter Benjamín los describió en su monumental e inconcluso Libro de los pasajes.

Para Benjamin, “permanecen ocultos en la oscuridad del instante vivido”, y “pertenecen a la conciencia onírica del colectivo”. El filósofo alemán se preguntó si acaso pudiera hacerse una película apasionante con sólo mostrar el desarrollo cronológico del plano de París. Percibió en los pasajes el símbolo de la expropiación, la especulación y el fetichismo de la mercancía.

El Pasaje de los panoramas, de 1799, toma su nombre de unas torres circulares que ya no existen pero todavía, a través de viejos grabados, remiten a una forma boyante de la mercancía: el espectáculo. Los espectadores se metían en esas habitaciones borgeanas, cuyas paredes estaban cubiertas de figuras, y giraban, como trompos, para imprimir movimiento a las imágenes.

No muy lejos de allí, en el bulevar de los Capuchinos, años después, los hermanos Lumière mejoraron el sistema. No eran los espectadores los que tenían que girar, sino que las imágenes se movían solas, para horror de los espectadores, que ganaron la calle, atacados por una locomotora. Hoy una placa recuerda aquel invento sobre la puerta del elegante hotel Scribe.

El espectáculo de los zapatos de Christian Louboutin mantiene quieta y paciente a la breve multitud que espera en la vereda, pese al frío. Mientras tanto, el fulgor de la leve luz invernal chorrea lento desde el techo vidriado, como desde otro cielo.

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