Nineyomientotumientes
Nos encontrábamos en una especie de taller gigante donde zumbaban mecanismos cuya naturaleza no discerní al comienzo, pues el humo lo llenaba todo; y, sin embargo, el olor de las tintas frescas, los aguarrases y las emanaciones de plomo que saturaba el ámbito me parecía extrañamente familiar. Sólo al reconocer la oscura masa de una rotativa entendí que nos hallábamos en una imprenta; y entonces consulté a Schultze con la mirada, según lo había hecho ya tantas veces, curioso de saber qué nueva maldad estaría cocinándose en aquel recinto. Pero el astrólogo, sin decir palabra, me señaló la rotativa gigante, hacia uno de cuyos extremos vi ahora que acudía un tropel de hombres en mangas de camisa, verdosos de color, agitados, vociferantes y sucios. Uniéndome al tropel, recorrí toda la longitud de la máquina; y llegado a su extremo vi cómo los hombres montaban atropelladamente los escalerines de la rotativa y se lanzaban de cabeza entre pesados rodillos que los recibían, aplastaban y convertían en una larga cinta de papel; vi luego cómo la cinta se deslizaba entre los tambores de las matrices y salía impresa, gritona de títulos a ocho columnas e hiriente de grabados, para ser doblada y cortada en los infinitos ejemplares de un periódico infernal; por último vi que cada uno de los ejemplares, al salir de la rotativa, recobraba su forma humana y corría de nuevo a los escalerines, al aplastamiento y la impresión.
No dudando ya que me encontraba en un infierno de periodistas, miré atentamente a los hombres-diarios que vomitaba la rotativa, y mi alma se conturbó sobremanera; porque también yo había pertenecido a esa grey vociferante, y andado en mangas de camisa por las redacciones nocturnas, y hundido en tristes papeles una cara verdehiel. De pronto vi que uno de los hombres-diarios, al recobrar la figura humana, se dirigía imperativamente a mí y trataba de gritarme algo. —Jefe! —exclamé yo al reconocerlo.
En un esfuerzo gigante por emitir la voz, el hombre desorbitó sus ojos subrayados de bolsas cárdenas: las venas de su frente resaltaron como alambres tensos bajo su piel. Y su ansia cuajó de súbito en un vómito indecible: sapos, lagartijas, culebras y otras alimañas brotaron torrencialmente de su boca, en un paroxismo que lo dejó lleno de sudores, náuseas y lagrimeos. No bien se repuso, comenzó a decir:
—«Dios me ha puesto en vuestra ciudad como un caballo en un noble tábano de pelea…»
Un segundo vómito le impidió acabar la frase.
—¡Bah! —repuse yo, mientras le sostenía la frente para que vomitase a sus anchas—. ¿A qué insistir ahora en la vieja musiquita?
—¿Musiquita? —gargareó él penosamente.
Sus ojos inquietos volaron hacia la rotativa, consultó su gran cronómetro de bolsillo, y luego me gritó en un arranque de furia:
—¡La sexta edición ya está en máquina! ¿Trajo su proyección de sangre? ¡Tiene que ir a seis columnas! ¿Y las fotografías de la mujer decapitada?
—Sí, Jefe —le contesté. Yo fui su «proyector de sangre». Tenía que buscar la sangre de cada día, para que los lectores de la sexta edición se la bebiesen antes de irse a la cama. Era preciso basurear en el crimen, recoger la salobre inmundicia de los cadáveres mutilados y la de las almas barrosas; luego adobarlo todo con la salsa melopicante de lo sentimental-pornográfico; y arrojarle por último a la bestia el manjar impreso en cuerpo siete, con grabados de anatomía patológica y abundantes lágrimas de cocodrilo.
—¿Y qué hay con eso? —replicó mi Jefe—. El hombre anónimo de la calle, el hombre chato y sin aventura, necesita esa diaria inyección de violencia. «Dios me ha puesto en vuestra ciudad…»
—Sí, sí. ¡Enterremos la vieja musiquita! El hombre de la calle, al terminar su jornada, volvía en otros tiempos al calor familiar, para recoger la última risa de sus niños y asomarse a la gracia de su mujer, o para echar sencillamente un vistazo a su mundo interior. Era su tiempo de mirar y de mirarse: usted se lo ha robado. Era el solo tiempo que al buey le quedaba para levantar su testuz y saborear algo de la dulzura terrestre: usted le ha escamoteado al buey ese tiempo, y le dio como substitutivo diez páginas llenas de ignominia.
Confieso que al hablar me había exaltado yo casi hasta lo ridículo; y no me asombró que mi Jefe soltase aquí una mezcla de carcajada y vómito:
—¡El poeta! —rió—. ¡Ahora me acuerdo! ¿No lo eché a la calle porque lo descubrí haciendo versitos en la sala de redacción?
—¡No eran versitos, Jefe! —le respondí—. Aquel día yo estaba empezando un soneto, entre una estafa gigante y un crimen pasional.
—¡Contando las sílabas con los dedos! Así lo sorprendí. ¡Qué absurdo!
—¡No soy un contador de sílabas! —protesté—. Con los dedos contaba yo los fósforos de aquellas cajas de cinco centavos.
—¿Fósforos? —dijo él—. No recuerdo.
—Las cajas debían traer cuarenta y cinco fósforos. Usted me ordenó contarlos. Descubrí que algunas cajas no traían sino cuarenta y cuatro. Se amenazó a los fabricantes con publicar la denuncia: «¡Un fósforo robado al consumidor!» Los fabricantes pagaron el silencio. Y colorín, colorado…
Mi Jefe rió aquí de buena gana:
—¡Un juguete cómico! —ponderó—. ¡Una travesura del ingenio! Debió de rendir una miseria.
—¿Y la «travesura» del restorán? —le recordé yo.
—La he olvidado.
—Consistía en hacer que alguien cenara en un restorán de lujo y se intoxicase con las ostras o el paté de fua. La víctima denunciaba el hecho a la redacción. Un golpe de teléfono al propietario del restorán le anunciaba el triste deber en que se hallaba el cronista de publicar el nombre del establecimiento. Y pasé por un caminito, pasé por otro…
—¡Bagatelas! —comentó él—. ¡Ni me acordaba! Eso era el arte por el arte. Mis obras maestras, en cambio, no serán conocidas jamás.
—Lo sé. Pero he visto, día y noche, su antesala llena de personajes acosados: banqueros, políticos, delincuentes, profesionales, hombres de oblicua mirada que iban, Jefe, a suplicarle una discreción venal o un silencio de cuatro cifras.
—Exacto. Pero la gente no sabe qué difícil es ordeñar las ubres durísimas de algunas conciencias; e ignora la soledad asqueada en que uno se queda luego.
—Yo sí —le dije—. Algunas veces imaginé su soledad como la de un gángster de cinematógrafo que, no bien ha enviado sus hombres al crimen, se queda solo en su estudio monumental, aspira el olor de una gardenia y ejecuta luego tiernamente una sonata de Beethoven en su larguísimo piano de cola. ¿Se acuerda, Jefe, de Walker el redactor pelirrojo? Había inventado para usted un nombre altamente poético: «El Ladrón en su Bosque de Ladrillos».
—Walker era un sentimental —gruñó mi Jefe.
—Según entiendo, murió de asco.
—Murió de locura: fue de los que no resisten a la dureza. ¿Y qué? Al fin y al cabo, todo continúa.
—No, Jefe. Todo concluye.
—¿Concluye? —rió él, paseando una mirada triunfante sobre la rotativa—. ¡Mire! ¡La sexta edición está por salir!
Trotó pesadamente hacia el extremo de la máquina:
—¡Sexta! —iba gritando—. ¡Sexta!
Lo miraba todavía, cuando un personaje bien distinto se me puso delante de los ojos. Era un sujeto de clasificación dudosa, ya que igualmente hubiera podido ser hombre de negocios, actor de cine, boxeador amateur o las tres cosas juntas: vestía ostentosamente a lo yanqui un anchuroso pantalón de franela gris, una chaqueta deportiva y una corbata chillona; la jovialidad de su rostro no conseguía disimular el fulgor astuto que se escapaba de sus ojitos entrecerrados. El hombre me semblanteó largamente, como si dudara:
—¡Hermano! —gritó al fin, tendiéndome sus brazos abiertos—. Al principio no te reconocía, pero la voz de la sangre…
—Querrás decir la voz de la tinta —le corregí yo—. Y no me salgas ahora con efusiones: te conozco hasta la médula.
—Pero, ¡hermano! —exclamó él dolorosamente—. No hay que dar por el pito más de lo que el pito vale. Tuve que despedirte a la fuerza: un diario es un diario, y no una institución de primeros auxilios.
—La noche del incendio no hice más que seguir tus condenadas lecciones —dije.
—¿Qué lecciones?
—Aquellas que nos dabas quincenalmente a los muchachos de la redacción. Todavía me parece verte con el puntero en la mano, delante de aquella figura pintada en tela que, según decías, representaba exactamente al Lector Standard. Según tu doctrina, los intereses del Lector estaban jerarquizados así: primero venían los intereses del estómago (y señalabas con tu puntero el estómago de la figura); inmediatamente después, los intereses de su bolsillo (y lo señalabas con tu puntero magisteril); en seguida los intereses de su corazón (y señalabas el rojo y llameante corazón de la figura); por último, los intereses de su inteligencia (y señalabas el estilizado cerebro del Lector Standard). Un buen periodista, según tus lecciones, estaba obligado a servir todos aquellos intereses en el orden jerárquico establecido por tu puntero.
—¡Una buena lección! —exclamó él entusiasmado.
—Una lección que yo seguí en todas y cada una de sus partes, aunque me costó el empleo.
—¿Que la seguiste? —protestó el hombre-diario.
—Rigurosamente —sostuve yo—. Me había fascinado la sonrisa de inenarrable imbecilidad que mostraba el Lector Standard en tu pintura famosa. Aunque resulte increíble, aquella sonrisa llegó a inspirarme una ternura tal, que resolví defender los intereses del Lector hasta derramar la última gota de mi estilográfica. Y la primera ocasión de hacerlo se me dio al descubrir que la Cabaña «San Ignacio» vendía en sus botellas una leche demasiado aguada o un agua demasiado lechosa: entendiendo que aquella maldad hería los intereses del Lector Standard en el grado primero de su jerarquía, vale decir en los del estómago, escribí un editorial irritado que no se publicó nunca…
El hombre-diario soltó aquí una estruendosa carcajada:
—¡Pero, grandísimo idiota! —me gritó—. ¿No sabías que la Cabaña «San Ignacio» nos daba por mes unas veinte columnas de avisos?
—Eso no lo señalaste con el puntero —le dije yo amargamente—. La segunda ocasión de aplicar tu doctrina se me ofreció cuando las empresas tranviarias intentaron aumentar el precio de sus boletos. Era un ataque insidioso que se dirigía contra el Lector Standard en el segundo grado de sus intereses, los del bolsillo; y en alas de un santo furor escribí aquel editorial que nunca logró el «visto bueno» de tu lápiz rojo.
—¡Animal insigne! —me calificó el hombre-diario—. Las empresas tranviarias eran accionistas de nuestro importante rotativo.
—Tu puntero no lo reveló en la patética figura del Lector Standard. Y ahora vayamos a la noche del incendio.
—¡Ahí te quería ver! —me desafió el hombre-diario sin ocultar su regocijo.
—El incendio había estallado —le dije yo—. Fui en busca de materiales para la crónica. Gracias a nuestros poderosos medios de información, llegué al edificio en llamas antes que los bomberos. Oí gritos de pronto, y lanzándome a la hoguera pude salvar a un hombre: lo saqué al aire libre, limpié su ahumado rostro con mi pañuelo. ¿Y a quién descubrí en aquel hombre? ¡Al mismísimo Lector Standard! Sentí en mi frente algo así como el aletazo de la gloria: con aquel acto de humanidad, ¡qué bien había defendido yo a los lectores standard en el grado tercero de sus intereses, en los del corazón! Recuerdo que un boticario del arrabal desinfectó mis quemaduras y, admirativamente, me llenó los bolsillos de caramelos de goma. Volví triunfante a la redacción, pero sucio, roto, chamuscado y sin la crónica. Entonces recibí la comunicación de mi cesantía; y partí, devorando mis lágrimas y mis caramelos de goma. El hombre-diario volvió a reír estrepitosamente:
—¡Burro descomunal! —me dijo—. ¿Te habían mandado para que te lucieras en un acto de salvataje, o para escribir una crónica? Por tu culpa no dimos los mejores detalles del incendio.
—¿Y el Lector Standard que salvé?
—Lo verdaderamente periodístico era dejarlo que se achicharrara, y consagrarle después un torrentoso llanto a dos columnas, un gemido eficaz en cuerpo siete.
—¡Monstruo! —le grité yo.
—¿Y qué hiciste por los intereses mentales del Lector Standard? —me preguntó el hombre-diario en son de reto.
—No tuve oportunidad ninguna —le contesté—. Ya te habías encargado tú de nutrir su cerebro con historietas imbéciles, cuentos adocenados, editoriales insípidos, máximas ñoñas, chistes melancólicos y fotografías de actrices desnudas.
—¿Y qué hubieras querido? ¿Que publicara la Metafísica de Aristóteles en folletín? ¡No, hermano! Fracasaste por tu malhadada inclinación al lirismo. ¡Y te lo advertí a tiempo!
—¡Bien que admiraste mi lirismo —le recordé— cuando me tocó redactar la necrología del Fundador del diario! ¿Me negarás que lloraste al leerla?
—No te lo niego. Fue una elegía de rompe y raja.
—Y mentirosa de pe a pa. El Fundador era un insigne pelagatos. Bien. Aquella noche me coronaste de laureles, pero no me quisiste firmar el vale de la cena.
—¿Cenar? ¡Estábamos de luto!
—Y a fin de mes —añadí yo— nos hiciste descontar del sueldo una suma que destinaste a erigirle un busto al Fundador.
—El Fundador era un escocés muy económico. Aquel descuento debió de proporcionarle una satisfacción de ultratumba.
—Pero las víctimas del descuento no dejaron de tomar sus represalias.
—¿Cuáles? —me preguntó él sobresaltado.
—Has de saber que todas las madrugadas, al abandonar el rotativo, los reporteros se dirigían al busto del Fundador, lo bajaban de su pedestal, se distribuían en círculo y lo meaban ritualmente.
—¿No me digas? —exclamó el hombre-diario—. ¡Con razón el busto ha tomado tan buena pátina!
Se hizo entre nosotros un duro silencio.
—¿Me guardas rencor todavía? —preguntó al fin el hombre-diario, mirándome tímidamente.
—No —le contesté—. Después de todo, la cesantía no fue para mí sino una molestia económica.
Se quedó absorto al oírme, como si vacilara en las alternativas de una lucha interior. Luego, aparentemente derrotado, hurgó en el bolsillo de su chaquetón, extrajo una manoseada billetera y la abrió delante de mis ojos:
—Hermano —suspiró—, sólo me quedan tres pesos. Toma dos y déjame uno para el tranvía.
Rápidamente alargué yo mi mano hasta el bolsillo trasero de su pantalón, y manifesté a la luz otra cartera preñada de billetes.
—Gracias —le respondí—. Conocía el truco.
Entre confundido y rabioso, el hombre-diario me arrebató la segunda billetera y corrió hacia el extremo de la rotativa infernal. Entonces busqué a Schultze con la mirada, ya deseoso de abandonar aquel sector. Pero un tercer hombre-diario me salió al encuentro, y no sin angustia reconocí en él a Walker el pelirrojo, mi triste camarada de redacción.
—«Yo soy Walker el hiperbóreo —canturreó en su locura—. Mi madre fue una reina de cartón, mi padre un soldadito de lata, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay! —le dije yo, canturreando a mi vez.
—¡Bravo, camarada! —rió Walker—. ¡Así era el estribillo!
Y volvió a canturrear:
—«Si fue un poeta o no, Buenos Aires lo ignora. ¿Qué sabe, qué sabrá, qué podría saber la Ciudad de la Yegua Tobiana? Un herrero de imágenes, un tornero de músicas, un fundidor de humos, eso era Walker el pelirrojo, cuando tenía dos mofletes rosados y acariciaba las frescas rodillas de la primavera, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay!
Walker me clavó sus ojos llenos de simpatía:
—¡Otra vez el camarada! —rió—. Dios te lo pague, hermano.
Y reanudó su canturreo:
—«Mas he ahí que cierto día un diablo de antimonio se acercó a Walker: era un diablo sonso, palabra de honor, un triste diablo que no valía un cobre, partido por la mitad. Y, no obstante, logró seducir a Walker el pelirrojo: consiguió arrancarlo de su torre marfilina y llevarlo a las nocturnas mesas de redacción, allá donde hombrecitos de color antimonio, a la luz de lámparas pegajosas, redondean y redondean su bolita de estiércol para ensuciar con ella los umbrales clarísimos del alba, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay!
—«Walker el pelirrojo se resistía, claro está. No deseaba rendir su bandera de música, ¡eso no, por la tetilla de Cristo! Pero el diablo de antimonio es pertinaz (aunque notoriamente idiota); y fue arrancándole, hilo por hilo, su túnica de inocencia; y con su alegre tijerita le fue cortando al pelirrojo los brotes líricos, las reventonas yemas que a menudo le retoñaban. De modo tal que Walker descendió a lo profundo y olvidó la luz que abre arriba su inmensa cola de pavorreal; y, noche a noche, redondeó su bolita de estiércol, su bolita, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay!
—«Hasta que cierto día un ángel de aluminio se acercó a la mesa de Walker y miró tristemente al pelirrojo que tecleaba en su máquina de escribir. “¿Qué has hecho de tu alma?”, le preguntó el Ángel. “Me la robó el diablo de antimonio”, contestó él. “¡Miente!”, gritó el diablo de antimonio que a la vista del Ángel temblaba ya como un infeliz que era. Entonces Ángel y Demonio entablaron un combate oral, un diálogo sublime que Walker el pelirrojo escuchó maravillado. Y luego el Ángel sacó su espadita y lo corrió al Demonio: lo corría entre las mesas de redacción, ¡y el pobre diablo chillaba como un ratoncito, con el dale, dale, oh!»
—Con el ramo y la rama, con el remo y la rima, ¡oh!
—«El Ángel mató al Diablo: lo mató exactamente junto a la salivadera del Director. Y Walker el pelirrojo, libre ya como los gorriones del cielo, se inclinó sobre su máquina y escribió un reportaje sensacional a la aurora. Pero la cuerda noble de su alma se había enmohecido, y al vibrar de nuevo se rompió, ¡clic! Hizo ¡clic!, y se rompió la cuerda noble de su alma, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay! Walker el pelirrojo había terminado su canción, y reía escandalosamente.
—¡Bien, bien! —dijo—. ¡El bravo camarada!
Serio de pronto, miró a derecha e izquierda:
—¿No anda por aquí el «Ladrón en su Bosque de Ladrillos»? —me preguntó.
—Por aquí andaba —le dije.
—Voy a buscarlo —decidió él—. Quiero sugerirle que, con Walker el pelirrojo, le haga un chantaje al Dios vivo.
Se unió al tropel de los hombres-diarios. Y luego sentí que Schultze me llevaba de la mano hasta la salida del taller infernal.

El que se publica aquí es un fragmento de la novela de Leopoldo Marechal, Adán Buenosyares.

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