vaca iraní

El sitio donde nace una idea no es arbitrario respecto a la idea. Como repositorios intangibles, las ideas cargan con las marcas del espacio que las vio aparecer. Son, en ese sentido, sitios arqueológicos.

Ayer a la tarde, por ejemplo, estaba en Roldán. Sentado en el pasto, disfrutando del sol otoñal. Rodeado de árboles, mucho cielo, mucho verde y bichos varios que no suelen formar parte de mi entorno, leía algo que tenía que ver con las ciudades, algo que no me generaba emociones ni ideas agradables. Noté la tensión entre texto y contexto: un ambiente agradable y semirrural funcionando como sitio de lectura de tópicos urbanos poco reconfortantes.

Me quedé pensando en lo que estaba sucediendo; en el hecho de alejarme de la ciudad y en las cosas que aparecían a partir de ese distanciamiento. Buscando asociaciones, mi memoria no fue original: apareció el ginebrino Jean Jacques Rousseau, sus paseos, su abandono de la ciudad a los dieciséis años. Su fantástico ensayo Del origen de la desigualdad entre los hombres, donde acuña la idea del buen salvaje, ese humano que no conoce el deseo, la propiedad ni la asociación.

Rousseau se iba, solo, al medio del bosque a pensar. Tomaba distancia. En el pensamiento, hacía operar una estrategia de sustracción: le quitaba al hombre todo lo que, a su juicio, le había ido imprimiendo la vida en sociedad. Lo despojaba hasta llegar a una definición mínima de humano, un solitario satisfecho. En su propia vida, el ginebrino procuraba escenificar su hipótesis: bosque y  aislamiento para tratar de entender las consecuencias del fin del aislamiento.

Sentado en Roldán, pensé que para poder ver algo hay que ver su límite.

Hubo un larguísimo tiempo durante el cual las ciudades no existieron. Duró hasta el neolítico, cuando la sedentarización, la agricultura y nuevas prácticas ganaderas abrieron el campo a lo que Gordon Childe definió alguna vez como “la revolución urbana”. La revolución tuvo lugar en algunas aldeas y poblados de la Mesopotamia, entre el Tigris y el Eúfrates, donde se centralizaron algunas tareas, emergieron nuevas formas de gestión de los territorios, se organizaron los graneros y su contabilidad, se constituyó una clase de hombres que empezó a vivir de los alimentos producidos por otros hombres. En definitiva, incidiendo sobre el territorio de maneras más complejas y estructurales que hasta entonces, se trazaron los primeros rasgos, hitos simbólicos y se definieron las primeras funciones de lo que acabarían siendo caras administrativas del Estado.

En su nacimiento, las primeras ciudades revelan, como causa y como efecto, el estrechamiento de los movimientos de la mayoría de sus habitantes. Sin embargo, aquellas fueron también los puntos de partida de largas expediciones comerciales, religiosas, guerreras que movilizaban recursos y personas. Así, la aparición de la ciudades incluyó, simultáneamente, la vecindad y su interrupción.

Desde entonces hemos recorrido un largo camino, humanos: las ciudades son monstruos gigantescos, dotados casi de vida propia, complejísimos, poblados de capas, espacios y experiencias literalmente descomunales. Tanto que la ciudad no termina en la ciudad: dueñas de un enorme poder de atracción social, interconectadas entre sí, volvieron al mundo una inmensa superficie sobre la cual se apoyan ellas, las ciudades-red, unidades básicas de la red de ciudades en la que se ha convertido el planeta. Aquellos primeros poblamientos que apartaron ligeramente del entorno rural a nuestros antepasados, derivaron en esto que casi podríamos llamar nuestro hábitat natural.

Más que tener relaciones con la ciudad, son las relaciones urbanas las que nos traman. Suerte de segunda naturaleza, hábitat de un ser que, al carecer de uno natural, se ha visto impulsado a construirlo. La ciudad es, en esa línea, lo que la humanidad pudo hacer en términos de hábitat. Su emergencia, quizá azarosa, se ha convertido en una condición necesaria: desde entonces es una fuerza potente y problemática. Como tal, propicia alegrías, amores, proyectos, encuentros, violencias, tragedias, malestares. Y críticas: al menos desde Rousseau, desde que hay una crítica a la sociedades modernas, hay críticas a la ciudad. Ese rechazo ha tomado, muchas veces, la forma del irse.

Dejar la ciudad

En Las ciudades invisibles, una recopilación de relatos cortos sobre ciudades imaginarias, Italo Calvino cuenta la historia de Despina. La ciudad limita, por un lado, con el mar azul y, por otro, con una inmensa extensión de arena. Dependiendo de si se llega por barco o en camello, aquellos que arriban a Despina, dice el narrador, sienten que la ciudad los saca de un desierto de agua o de uno de arena. Pero ¿qué sucede cuando se trata no de viajeros que llegan sino de habitantes que huyen? ¿Qué pasa cuando la ciudad es percibida ella misma como un desierto, un sitio sin vida, sin diferencias? ¿Qué formas ha tomado el rechazo, el deseo de abandonarla, de rajar?

Si el desierto es una metáfora más cercana a la eternidad de la muerte que a una figura de vitalidad, no parece casual que el mito colectivo más famoso de la historia del abandono de una ciudad sea el éxodo judío, aquél en el cual Moisés condujo al pueblo elegido en su camino hacia la Tierra Prometida. Ese abandono tiene un dato extra interesante: además de ser un movimiento, un desplazamiento, colectivo que se proponía romper con la esclavitud, fue un éxodo que se encaminó al desierto real. Dibujó, así, un trayecto contrario al que Calvino narró como promesa en Despina. Si, desde la perspectiva egipcia, los judíos se encaminaban hacia el desierto, desde la perspectiva judía, el desierto era la vida tal como estaba siendo vivida. El éxodo judío presenta el abandono como un largo proceso, un deambular de años que implica privaciones, sacrificios, soledad, muerte y, recién entonces, la tierra prometida. Tiene algo de apuesta al futuro soportada en una decisión presente: la de estar dispuestos a afrontar, colectivamente, la dureza de un porvenir inmediato que tiene la forma de un desierto real, pero vital y prometedor, con tal de no seguir padeciendo la esclavitud, el auténtico desierto.

Hay otras formas de salida, más contemporáneas. Por ejemplo, el éxodo que aquí llamaré hippie. El hippismo comparte con el éxodo judío una mirada desértica de la ciudad y la decisión de sustraerse de las relaciones sociales que se interpretan como nocivas. Salirse de la ciudad es una característica de la contracultura que conlleva otro éxodo: el de la producción económica industrial. El argumento es antropológico: los seres humanos, entidades totales, han sido alejadas artificialmente de la naturaleza. La producción industrial es el modo más aberrante de la separación de los humanos respecto a la naturaleza. Un alejamiento que, afirma el éxodo hippie, no ha hecho más que producir un error tras otro, una distancia respecto a lo natural que se convierte en la autodestrucción del hombre. El camino inverso, por tanto, es el camino de la sanación. Sobre esa idea de que lo natural sería lo beneficioso y lo artificial lo destructivo se construye una idea de retorno a la naturaleza que trae nuevas experiencias del cuerpo y nuevas imágenes de habitabilidad del mundo. El éxodo presenta una mezcla de tiempos: vivir el presente es encontrarse con el propio destino.

Una tercera modalidad del éxodo, minoritaria y actual, es el country o, más en general, la suburbanización. Country es una palabra ambigua: en inglés significa país pero también campiña, zona rural. Tomando esa doble acepción simultáneamente, abandonar la ciudad para ir a vivir al country sería como ir a fundar un país pequeño, verde y alambrado. Si el pionero es el que parte hacia tierras desconocidas con el objetivo de conquistar y colonizar, con una idea de “mejorar”, entonces ir a vivir al country construye una figura de éxodo liviano, llevado cabo por un pionero de baja intensidad. No va muy lejos, no mejora nada, pero alimenta su fantasía con la sensación de estar viviendo en una frontera conquistada. Es cuestión de chequear los sitios web que ofrecen lotes en esos lugares para encontrar el discurso de frontera y de alejamiento. Una mitología de la conquista anclada en el hecho de haber comprado la posibilidad de vivir en un lugar donde nunca vivió nadie, donde no hubo vida urbana pero habrá vida suburbana. En el country no hay vuelta al pasado ni futuro prometedor sino la colonización de un presente continuo.

Éxodos políticos

Pensar la posibilidad de otro éxodo es pensar, más que en la negación de la ciudad, en  reformulaciones, individuales y colectivas, de los vínculos que se tienen con ella, de las tramas  urbanas de las que se participa. Olvidarse de la ciudad no parece un camino productivo. Por eso, hay que construir políticas del éxodo: algo que en ese irse pueda modelar el desierto que se deja atrás. Formas del distanciamiento que permitan seguir interviniendo y sean, a la vez, ellas mismas formas de intervención. Forzando un poco las cosas, podríamos decir que lo que llamamos “Grecia” inventó la certeza de que la forma de soportar vivir en la ciudad es pensarla e intervenirla políticamente. Nada más lejos de eso que la ciudad de la que uno entra y sale como un cazador furtivo, la ciudad que se niega, la ciudad que se olvida, la ciudad “que se ofrece al turismo”, la ciudad de servicios, la ciudad como plaza de mercado. Todas ellas son ciudades donde no se puede discutir política. Ciudades pregriegas.

En el memorable final de Las ciudades invisibles, Italo Calvino llamaba a buscar y saber reconocer qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio. Como si fueran modos de ese llamado a la búsqueda y los encuentros, los éxodos tienen que sitiar la ciudad, invadirla de novedades, protegerla de sí misma y cambiarla.

Fuente: El Eslabón

Más notas relacionadas
  • Vengan todos, acá hay un lugar

    En el país nórdico hay más de 50 bandas de metal pesado cada 100 mil habitantes, la mayor
  • No alimentes al trol

    La democracia argentina celebrará sus primeras cuatro décadas con un inédito escenario de
  • Esa mujer

    Inquietante por su identidad desconocida y también movilizadora, “la chica del palo” –capt
Más por Ezequiel Gatto
  • ¡Vamo a hacer otra escalera!

    Cinco de la mañana arriba. Caliento el agua, guardo los sanguchitos, paso a buscar a las p
  • Lágrimas de león

    La masiva y federal marcha en defensa de la universidad pública hizo pisar el freno por pr
  • El testigo

    El calor parecía aumentar en el local, lleno de ansiosos, humo y voces. Le dije que por es
Más en Columnistas

Dejá un comentario

Sugerencia

Todo conduce al paro: rechazo absoluto a la oferta salarial de Pullaro

En la asamblea departamental Rosario de Amsafé surgieron cinco mociones, todas impulsan me