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La muerte duele. Así sean una, dos o mil, duelen. Empañan, nublan, entristecen. Opacan un partido de fútbol, una marcha, una carrera de autos o un casamiento. Duelen. Y mucho. Cuesta hablar de otra cosa. Cuesta hablar de una fiesta, que la hubo; de un recital, que aunque entrecortado lo hubo; de abrazos, de banderas, de asados, de lista de temas, de pogo. Cuesta, mucho.

Cuesta hablar de las postales, de la ruta trabada como nunca, de los kilómetros y kilómetros de motos, autos y trafics llegando desde todos los puntos del país a Olavarría –justo a Olavarría–. De esa verdadera e inmensa marea humana recorriendo la distancia que fuere para estar ahí. Desafiando el frío, el calor, la lluvia, los baches; en bondis destruidos o en la caja de un camión. Cortando clavos porque en las estaciones de servicio no hay combustible o hay que hacer colas interminables y el medidor indica que queda poco más de un cuarto de tanque. Cuesta.

Cuesta hablar de los campings repletos, de los cantitos, de los tatuajes, de las botellas cortadas y llenas de brebajes varios, del humo que no sólo sale de las parrillas, de lo que ocurre –en definitiva– cada vez que a ese pelado se le ocurre subirse a un escenario.

Cuesta hablar del cuidado de unos por otros en la multitud, en la entrada y –sobre todo– en la salida por callejones oscuros. De los GPS humanos asomados desde las terrazas y preguntando a miles de pares de orejas aturdidas hacia dónde tenían que ir después de haber dejado el alma en el barro. De la solidaridad de los vecinos de esa ciudad, que se vio triplemente desbordada en apenas un fin de semana, acercándose al otro día a prestar un celular a cuanto desconocido se cruzara para que avisara que estaba bien o llamara a quien tuviera que llamar. Cuesta, mucho.

Cuesta escuchar, también, las atrocidades que se dijeron del “multimillonario” cantante y de sus “borrachos y drogadictos” seguidores. Los medios y las redes sociales se llenaron de opinólogos sanguinarios que pedían la cabeza calva del ex líder de los Redondos mientras le contaban las costillas con un palo, a carcajadas.

Cuesta hablar –y, sobre todo, entender– de ese fenómeno que ya no entra en predio alguno, de lo que genera la poesía de ese tipo en las mentes de tipos y tipas de distintas barriadas, provincias, edades y realidades.   

Cuesta hablar de otras cosas cuando la vieja cosechera hace su trabajo.

Porque la vida sólo cuesta vida, pero la muerte no sólo cuesta muerte.

Fuente: El Eslabón.

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