Yo no sé, no. Pedro se acordaba ayer –cuando pasábamos por lo que vendría a ser la punta de la fábrica– de una noche en la que los pibes estaban armando el equipo para entrar a un torneo y planteaban de dónde iban a sacar la plata para la inscripción y las camisetas.

Uno propuso hacer un bailongo y cobrar entrada, pero «no tenemos tiempo» dijo otro, porque si lo hacemos viernes o sábado, ya el domingo empieza el campeonato. ¿Y una rifa?, planteó otro, pero tampoco porque no tenemos ni para comprar un premio, salvo que vayamos a afanar un chancho y lo sorteemos.

Hablando de afanar, dijo el Orejón –un pibe que vivía detrás de la fábrica de armas–, si nos animamos, lo más peligroso es el alambre de púa que está medio alto, pero no hay que darle bola al cartelito que dice «cerco electrificado». ¿Quién va a gastar en electrificar la chatarra de este lado, si a ellos le cuesta dos pesos?, seguía diciendo el Orejón. Si tenemos suerte, con eso juntamos para la inscripción y las camisetas.

La idea no entusiasmó. El riesgo era demasiado alto: primero se podían enganchar un huevo, después te marcaban los vecinos de aquel lado, donde vivían los trabajadores de la fábrica. Iban a decir que estos eran unos vagos que no quieren laburar y que comienzan ratereando y van a terminar en cosas peores.

Al otro día, vino uno más grande y les dice «si van a afanar chatarra no piensen que están afanando, sino que están recuperando lo que a estos tipos les sobra, o en todo caso aceleran la teoría del derrame».

Otro argumento para no entrar era que capaz que no les alcanzaba ni para caramelos.

El Orejón les decía «son unos cagones, son unos cagones», pero cuando se calmó, el domingo, jugó para el equipo.

Nos prestaron la plata para la inscripción y de camiseta usamos remeras viejas blancas y alguna que otra ropa que teníamos para dormir. Con los números, nos arreglamos pintandolos con témpera.

Pasaron un par de años largos y lo que dijo ese primo en la reunión se cumplió. Porque el dueño de la fábrica, que terminó siendo ministro de Economía, planteaba que en la Argentina daba lo mismo acero o caramelo. Y puso en marcha un plan a sangre y fuego de extranjerización de la economía y para que sea lo más primaria posible, para que no haya industria ni obreros. Y esa idea, dice Pedro, sobrevoló los 90 volviendo entonces por el Estado.

Con el testimonio de acero de la memoria de los que sufrieron en carne propia esta dictadura, los responsables directos e indirectos, estaban cercados judicialmente, y algunos adentro para siempre. Ahora, quieren liberar a los que tienen las manos manchadas de sangre y a los que se beneficiaron en el poder económico, los que estaban detrás de Martínez de Hoz y que hoy hasta ponen a sus ejecutivos en función de gobierno.

La verdad, admite Pedro, a veces me siento arrepentido de no haber entrado a manotearle un poco de chatarra a los Martínez de Hoz. Pero no somos lo mismo. Armamos el equipo y ahora no nos hacen falta camisetas blancas sino estar alrededor de los pañuelos blancos de las Madres. Y que sepan: rateros podríamos haber sido esa noche nosotros, pero ellos son asesinos y saqueadores de la patria.

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