“En la marcha del 24 de marzo trabajamos danzando con un orixá, que es un guerrero, masculino asociado a la lucha de la guerra y del trabajo del día a día. También tiene que ver con los metales y armas para cortar caña, abrir caminos, y muy relacionado al trabajo esclavo”, explica Julia Broguet, antropóloga y miembro del grupo de danza afroamerindia Iró Barade de Rosario.
Para Lali Corvalán, otra de las coordinadoras de la columna danzante que impactó con su fuerza y expresión en la movilización del sábado pasado, “este año decidimos bailar con Ogun, que es el orixá, guerrero, quien también es herrero y que fabrica y maneja armas para cortar, abrir caminos y decir «Esto no lo quiero, Nunca Más»”.
Entre las cincuenta mil personas que marcharon por calles rosarinas en el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, con el profundo sonar del ritmo del berimbao, el pandeiro y el agogo, unas cincuenta personas pusieron el cuerpo y un mensaje impactante.
El grupo Iró Barade, de danza afro americana, y el de Capoeira Angola Terreiro Mandinga de Angola, creado por el mestre Pedrinho de Caxias, y Juan Pablo Cruciani, en Rosario, participan desde hace años en la marcha del 24 de marzo. Esta vez, el armado de la danza fue coordinado por Yamila Frison y Betina Pellegrini, de Iro Barade, quienes también se reunieron con organismos de derechos humanos para articular la intervención.
Movimientos habitados
“Nos pareció muy importante que nos convocaran para participar en la marcha. Fue unir fuerzas y movilizar también desde la expresión, no como un accesorio ni para entretener, sino para hacer política desde el arte”, indica Lali, comunicadora social, docente y miembro desde hace años de Iró Barade.
“Hay una planificación, algo que practicamos durante un año desde el taller. No se trata sólo de aprender pasos para bailar, cada uno tiene un tiempo. Además hay un tiempo previo de conocer, leer, investigar y traducir luego”, dice, y agrega: “La danza está asociada a la expresión de una población esclavizada y que lucha. Por eso habrán visto que al principio se muestra el arma, cómo se la afila, prepara y se comienza a cortar ramas para limpiar el camino, lo que trae la danza al contexto actual”.
Sobre esa expresión, señala que es “otro modo de abordar el tema, donde no hacemos movimientos de representación, sino movimientos que están habitados. Nos movemos desde lo que sentimos. No son pasos simples, es un discurso y en un lugar con gente que va pasando, en algunas calles angostas y otras anchas, donde todo va cambiando”.
“Se baila la vida, y es más orgánico bailar en una plaza donde está la gente, que armar un escenario y poner luces. Ese es un buen circuito, pero nos dimos cuenta que no nos alcanza”, advierte. “Marchamos entre 20 bailarinas –incluido el pequeño Moro, de dos meses y llevado por su madre Lali– y unos 20 musiqueros. Así salió ese andar que tiene que ver con la capoeira, la lucha y en un escenario especial como es la calle”.
Acompañar y convocar
“Lo hacemos con los organismos de derechos humanos, familiares de desaparecidos y querellantes. No es arbitrario que estemos en ese lugar de la marcha, pensamos cómo potenciar y acompañar a los familiares”, sostiene Lali.
“Además –agrega–, el canto y la música van juntos y en algún momento de la marcha se empezaron a entonar cánticos políticos, y el berimbao acomapañaba el «Como a los nazis, les va a pasar… ». Y se cantaba «una que sabíamos todos». Fue muy emotivo, y eso debemos trabajar: la participación de la gente”.
La resquebrajada blanca argentinidad
En relación a las prácticas relacionadas a la cultura negra, Julia Broguet explica que “tras la irrupción del candombe y la capoeira, aparece más lo negro, otra pertenencia. Nuevos vínculos y prácticas culturales, preguntas sobre la diversidad cultural”.
La antropóloga, que es autora de la tesis Saberes incorporados. Apropiaciones y resignificaciones de las danzas religiosas de orixás en un ámbito artístico, es becaria del Conicet y se doctoró con el proyecto “Raza, región y nación en los candombes del Litoral argentino”, indica que esa diversidad cultural que comienza a ser visibilizada desde 2001, se asocia a “la capacidad de alojar otras experiencias, vínculos y prácticas culturales. Ahora se abre una alteridad que estaba latente”. Advierte también que se habían impuesto “formas de olvido sobre ese pasado y apareció la categoría de morocho”. Y remarca que el famoso “crisol de raza, proviene de un recipiente donde se funden metales. Pero, lo fundido fueron todos componentes de razas europeas y blancas, sin mezclarlas con la negra e indígena”.
También señala que la diferencia de clases, implica que las clases populares hagan una apropiación de esas religiones, mientras las clases medias lo realizan en términos de una danza y circula en espacios céntricos y como parte del arte escénico. Mientras reciben una mirada como de artes menores, no academizada ni institucionalizada y sin valor estético como el de la danza contemporánea”.
En ese marco, admite que grupos de rosarinas trabajan también en lo que se puede denominar “descolonizar al folclore, tantas veces tomado como una expresión conservadora, tradicionalista y que tiene que ver más con esa invención de la cultura nacional blanca”.
En cuanto a la convocatoria de estos supuestos nuevos ritmos, que tienen una larga historia callada en estas tierras, indica que “mucha gente se acerca al principio por una cuestión sensorial: el tambor y su sonido impactan, es una experiencia que llama. No estábamos acostumbrados a este tipo de sonoridad, es algo fuerte, las llamadas del candombe uruguayo, impactan en lo emotivo, atrapan”.
“Y esos sonidos resurgen en experiencias y se asocian a las marchas, como el bombo peronista, quizás. Y es algo muy profundo que no se da en todos lados”, aclara, y agrega: “En la marcha del 24 fue muy fuerte como la gente participó, en especial los jóvenes. Al comienzo estábamos cerca de la bandera de los 30.000, y al rato nos separaba de ellas varias cuadras, porque la gente se sumaba a caminar cerca de los organismos de derechos humanos. Fue emocionante como en la marcha del 8M y esa multitud de chicas muy jóvenes que participaron. También fue potente. en esa marcha llegar a la esquina de la Plaza 25 de Mayo y esa bandera de los 30.000 nos esperaba”, admite.
Treinta años de lucha
Esa negritud, que regresa tras los olvidos impuestos, tiene un largo recorrido. “Un 21 de marzo de 1988 fue fundada la Casa de la Cultura Indoafroamericana en la ciudad de Santa Fe, advierte Julia. “Con esta iniciativa –dice la antropóloga–, buscaban exponer, según explica Lucía Molina, una de sus fundadoras y actual presidenta, las condiciones de negación, usurpación, no reivindicación de los negros e indígenas en la historia del continente americano, de allí que el nombre subrayaba lo indoafro. Esta fue una articulación inédita en el país que aunó los reclamos de afrodescendientes y organizaciones indígenas, principalmente mocovíes y qom. Las demandas de la Casa se situaban en un escenario atravesado por la campaña que se alzaba hacia 1992, en protesta a los festejos del V centenario de la conquista de América”.
Julia, también colaboradora en Rosario de la Casa Indoafroamericana, subraya “la imagen de una nación, que más que «blanca y europea» ha sido «blanqueada y europeizada», se muestra cada día más incapaz de abarcar la simultaneidad de presencias, historias y cuerpos que somos”. Así entre los 30.000 desaparecidos, también las calles del 24 de marzo retomaron viejas luchas, viejas raíces y un proyecto liberador que tiene una larga historia que no se olvida.
Fuente: El Eslabón