Fernando Cabrera presentó su último disco, «432». Redacción Rosario estuvo allí, y el cronista cuenta: “Su voz en el nuevo disco está fresca, sus canciones caminan, complejas y sencillas, a través de un campo arduo y sentido”.

En el año 2002, un joven y talentoso músico uruguayo que entraba a la fama internacional después de ganar un Oscar por su canción incluida en el film Diarios de motocicleta, se presentaba en un teatro repleto de la ciudad de Buenos Aires. Ese músico era Jorge Drexler y en un momento de su concierto, entre gritos y aplausos, anunciaba: “El momento que viene ahora es algo que yo llevo mucho tiempo esperando. No hace mucho que estoy viniendo a Argentina, y en todo este tiempo he notado una curiosidad muy grande y un aprecio muy grande hacia la música que hacemos nosotros al otro lado del río, en Montevideo, y la gente me habla de músicos que ya son muy conocidos por todos ustedes, como Jaime Roos, como Rubén Rada, como Eduardo Mateo, como muchos más que no da el tiempo de nombrar hoy. Siempre comento, como dice Jaime, que para él hay un referente claro generacional que es Eduardo Mateo. Para mi generación ese referente es la persona que voy a invitar a subir ahora al escenario. Yo me formé tocando la guitarra yendo a ver a varios boliches de Montevideo, varias veces seguidas, a la persona que va a venir ahora. Y nunca ha tocado en Argentina, nunca ha tocado en Buenos Aires. Eso es una cosa que está a punto de remediarse porque va a subir al escenario a tocar dos canciones para ustedes el maestro Fernando Cabrera”.

Esa noche de hace 16 años el anonimato de Fernando Cabrera en Argentina comenzaba a remediarse y la noche de ayer, en el repleto Complejo Cultural Atlas de Rosario, ese anonimato pareciera haberse remediado por completo.

Es complejo escribir una crónica sobre un recital de Fernando Cabrera teniendo a Fernando Cabrera como un maestro. Borges decía que su mejor amigo era Stevenson; Cortázar, al escribir sobre John Keats, hablaba de su “amigo Juan”. La mayoría de los lectores tenemos algún autor que nos acompaña tanto tiempo que se transforma en un amigo y ese es el caso de Fernando Cabrera para mí: no puedo narrar desde afuera de un sentimiento de amistad y admiración hacia un hombre que, dice, puede trabajar en una letra durante décadas, que vuelve a una canción ya grabada hace añares para cambiarle algunas palabras (como Joyce con el Ulises), hacia un hombre que camina en un terreno creativo que no tiene límites.

Anoche, después de estrenar “Oración”, una canción incluida en “432”, su nuevo disco, dijo sentir “satisfacción y orgullo de un compositor de seguir adelante”. La frase, si bien simple, es valiosa: Cabrera sigue adelante teniendo muchísimo detrás (intenté, en un intento fallido de crónica, resumir su carrera y comprendí que eso merece un texto aparte) y avanza así hacia la juventud de la madurez trabajando meticulosamente en el placer de la creación.

Foto: Complejo Atlas | Facebook

Su voz en el nuevo disco está fresca, sus canciones caminan, complejas y sencillas, a través de un campo arduo y sentido; una nota de placer resuena en sus silencios, una alegría como de niño le da tinte a sus micro canciones (una de ellas, “Llegó el candombe”, la estrenó convirtiéndola en la introducción de la clásica y conocida “Punto muerto”, en un gesto sutil y hermoso).

Ya el público –todo el heterogéneo público que estuvo anoche– conoce sus canciones y muchos de ellos, presumo, también lo sienten como un amigo. En la silla de al lado un hombre lloró con “La garra del corazón” y una muchacha que estaba detrás mío le decía a sus amigas el nombre de la canción que iba a venir ni bien Cabrera despuntaba las primeras notas en su guitarra eléctrica. Un concejal de Rosario, entre tema y tema, le dijo que la sala donde estábamos era un cine, “y ahora no es un templo”, haciendo referencia a una canción del disco “viva la patria”. Un amigo violinista, sentado dos filas delante de mí, se alteraba cada vez que pasaba una moza con un pedido, alejándolo por un momento del increíble universo musical del montevideano. Una señora canosa que estaba con su marido se cansó de pedirle “Te abracé en la noche” y cuando finalmente la cantó –fue la canción final– la señora no pudo reprimir aplaudir cuando comenzaba a cantarla.

Y Cabrera, a diferencia de otros conciertos, pareció no fastidiarse por el sonido de copas y platos, por los aplausos sobre la melodía que tapan o alteran los fascinantes silencios en los que su música se despliega.

Lo nombró, como cada año, a su amigo y maestro Eduardo Darnauchans (cuyo anonimato en Argentina también está siendo poco a poco remediado), hablando de canciones que hicieron el uno para el otro y que resultaron otras canciones, trayendo esta vez a Darnauchans en las alas de Ícaro, “que pudo volar bastante y de eso la fábula se olvida”, dijo Cabrera.

El concierto duró poco más de hora y media. Habló, como siempre, “cuando una palabra es más importante que el silencio”, como decía Onetti, y sus palabras, bien elegidas y ácidas en su humor, fueron como sus canciones; siempre más importantes que el silencio, enramadas al silencio con ternura y confianza, con la satisfacción y el orgullo que le da caminar, con una humildad asombrosa, en el país infinito de una canción.

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