El futuro llegó. Todos los pronósticos de científicos, ambientalistas, brujos, profetas, expertos en cosas y conspiracionistas en general, se cumplieron. Finalmente se agotaron los recursos naturales o están contaminados, por ejemplo, la depredación del capitalismo trasnacional dejó nuestra pampa en una gran extensión de tierra achicharrada, infértil. En Canadá, país con alto grado de desarrollo, un gobierno totalitario libera un virus letal y fenece prácticamente toda la población. Las villas miserias alcanzaron proporciones descomunales en todo el mundo, sobre todo en Sudamérica. Al hambre y la pobreza se suma la mutación genética. La tierra se volvió yerma, inhabitable, infernal.

Es el siglo XXXI y son recuperados los textos de un terrícola argentino, de oficio periodista, que narra con melancolía y resignación el éxodo de la humanidad del planeta tierra a la Luna. Esto y mucho más, o de manera más compleja, sucede en Los jardines espaciales, el primer libro que publicó Bernardo Stinco (La Carlota, 1982) bajo el sello editorial rosarino Casagrande en 2017. Los jardines espaciales es un libro de ciencia ficción tercermundista, sudaca, aunque como se advierte en la contratapa “este texto es, tal vez, una fosilización del mundo en que vivimos, quizás llegue a ser lo único que sobreviva cuando todo lo que conocemos desaparezca”.

Por su brevedad es una nouvelle, aunque también es un ensayo novelado que incluye documentos, tratados, diarios, escritos epistolares que dan testimonio del siglo oculto, o siglo perdido, y que fueron recuperados mil años después, es decir, en el futuro.

En suma, es un compendio coral de relatos (porque respetan el núcleo argumental) que dan cuenta de que otro mundo no es posible porque, aunque nos mandemos a mudar a la Luna, seguiremos reproduciendo los mismos modos decadentes y mezquinos de la existencia tal como la conocemos. Y lo que es peor: no hay fondo ni fin para nuestros males. Siempre, siempre puede ser peor.

En algún lugar indeterminado del libro, o quizás justo antes de abrirlo, suenan las estrofas de gabinetes espaciales de Almendra: “Los que llegan de la tierra, esos son los más, algunos saben por qué lloran, algunos quieren ver la aurora”. Augusto Rilke, el cronista estrella del libro, tranquilamente podría evocar al Flaco mientras escribe sus memorias.

Es cierto que es un texto pesimista, a simple vista lo es, pero la distopía satírica, el relato que desnuda un futuro indeseable, funciona como un ardid para cuestionar los males del presente: el individualismo, la voracidad del capital financiero, la conflictividad social, el voluntarismo político, la soledad, la supuesta decadencia del lenguaje, la creciente tecnologización de la vida, y un gran etcétera de cuestiones. La pregunta que persevera en la lectura es si realmente, y después de haberlo destruido, podremos escaparnos, algún día, de nuestro planeta. Como corolario de Los jardines espaciales, aquel enunciado de Fredric Jameson de que hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

Una perlita del libro es la autorreferencia del autor como artista invitado en un acto de la central obrera lunar que reclama la aparición con vida del líder sindical. Sucede que nuestro novel autor también es músico y tiene algunos discos editados con el sello Fructuoso Record Club, como Todos somos el conurbano de alguien (2013) y Los fusibles quemados del amor (2014), este último, fue lanzado por La Asociación santafesina del rifle, banda que el autor lidera. Mientras se preparaba para la publicación de su primer libro, Stinco se encontraba editando su último disco –La campaña del desierto–, del que también hace mención velada en el texto.

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