Con el Pepi nos entendíamos de maravillas. Él era flaquito, escurridizo y muy habilidoso, incluso en velocidad. Además le pegaba fuerte y seco, y generalmente iban al arco. Yo estaba algo excedido de peso, y lento, pero los años me habían enseñado a tomarme el tiempo necesario para pensar. Corría menos pero la soltaba más, y al pie. O al vacío. Ya casi no hacía goles, es verdad, pero los hacía hacer. Y el Pepi me entendía. Sabía que cuando yo recibía en mitad de cancha, con un par de metros de libertad, lo iba a buscar a él. Se cansó de meterla ese año, porque además teníamos buena defensa y el orden para imponer nuestro juego. Terminamos la primera rueda terceros, a un punto del escolta y a 3 del puntero; y en la segunda ganamos cuatro al hilo y nos trepamos a la punta. Faltaba mucho, pero estábamos muy firmes, muy sólidos, y con todo el grupo tirando para el mismo lado: para adelante.

Cuando bajamos a los de la Eloísa lo festejamos con un asado en los parrilleros del fondo. Un par fueron en auto al pueblo a comprar carnes, pan y chupi, y el resto nos quedamos hablando al pedo y cagándonos de risa alrededor del fuego que prendió el Negro Ezequiel. Le gustaba hacer ceremonia al Negro. Prender el fuego, para él, era un rito, una ciencia. Hacía un círculo perfecto con los carbones más grandes y después, como si estuviera jugando al Tetris, apilaba meticulosamente las piezas que sacaba de a una, y después de tantear a ciegas dentro de la bolsa de cartón, hasta construir una verdadera muralla cilíndrica negra. Cortaba tiras de diario, las enrollaba presionando obsesivamente y las acomodaba en el centro de ese futuro volcán. Rompía con certeras patadas las ramas que previamente había recolectado en los alrededores y las disponía prolijamente encima de los chorizos de papel.

En un momento cayeron los que habían ido a hacer las compras y Mario, con una cara de ojete impresionante, contó que había perdido la billetera. Que volvieron a buscarla y relojearon todo el camino, pero nada. «La tarjeta de crédito, el registro de conducir, ¡el carné de Central!», puteaba el Mario. «¿Y mañana cómo carajo entro a la cancha?», preguntaba a gritos y con la cara roja de indignación.

La verdad no me acuerdo bien cómo empezó todo, en qué momento se pudrió. Sí que habíamos tomado una banda de Fernet y vino, que Mario estaba re sacado y batía cualquiera, y que el Pepi, lejos de compadecerse de su amigo, porque se conocían de pibitos, lo re verdugueaba. Nosotros, el resto, ni nos dimos cuenta porque si no podríamos haber hecho algo para evitarlo, pero en un tiro se estaban agarrando a los bollos mal. Jorgito se quiso meter a separar y se comió un piñón bárbaro en el ojo. Se levantó hecho una furia, agarró la palita de las brasas y se la partió en el lomo al Pepi. El Gordo, al que le encantaba pelear, aprovechó y lo sacudió en el otro ojo. Claudio se le colgó de los hombros pero, aunque le rasguñó toda la jeta, no pudo evitar que el Gordo se lo sacara de encima y lo revoleara contra uno de los bancos de cemento. Alcancé a escuchar al Fefe que le decía al Guille: «¿Sabés cuánto hace que te tengo ganas a vos?», antes de surtirlo y hacerle saltar los chocolates de la boca.  A mí me embocaron de atrás, en la oreja, creo que Miguel, y repartí un par de quemas al tun tun. Hasta que me dobló un bastonazo en el hígado y, arrodillado, sentí como me esposaban atrás de la nuca. Terminamos todos en la alcaidía de San Lorenzo, rotos y sin dirigirnos la palabra. Y al club, al club no nos dejaron entrar nunca más.

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