Hacia fines de los años veinte y comienzos de los años treinta del siglo pasado, se produjo un debate en nuestro país que hoy parece condenado al estatuto de lo irrecuperable: se trataba de la cuestión acerca de lo que era (o podía llegar a ser) una lengua típicamente argentina.

Pero no una lengua argentina en general –aunque ello fuese el presupuesto del asunto– sino una lengua que sirviera de basamento, de sustancia, para la literatura argentina.

El momento del debate no parece haber sido casual. Por aquel entonces se desarrollaba una conciencia acerca de lo nacional y de la nacionalidad que había eclosionado a partir del primer Centenario, donde la indagación y la reflexión en torno de nuestros caracteres nacionales había sido una preocupación constante para las elites culturales y políticas del país.

Ello no significa que en el siglo diecinueve no se hubieran practicado ese tipo de indagaciones, pero claramente habían tomado otros rumbos (Esteban Echeverría llegó a proponer al francés como idioma modelo para nuestra lengua).

Las primeras décadas del siglo veinte, por el contrario, verían plasmarse otro tipo de búsquedas, que ya no perseguirían modelos foráneos a los que adscribir, puesto que ahora se trataba del reconocimiento del habla nativa.

A eso le llamó Borges, con precisión, el idioma de los argentinos, que no era –según él– el español peninsular ni el lenguaje arrabalero, sino el hablar criollo de nuestros mayores. De esa materia verbal, de ese habla, debía nutrirse –según Borges– una literatura genuinamente argentina.

A Borges le respondió, años después, Roberto Arlt, postulando que el idioma de los argentinos era el que se hablaba en las calles, en los distintos espacios y ámbitos donde lo popular anida y se manifiesta. Para Arlt –es sabido– ese idioma callejero, ese argot, debía ser el sustrato lingüístico sobre el que podía erigirse una literatura auténtica.

De manera que, lo que para Borges remitía al espacio mayor de la pampa –el mítico territorio donde el criollismo encontraría, según su visión, sus raíces nutrientes–, para Arlt se circunscribía al espacio urbano de la ciudad de Buenos Aires. Allí se localizaban las formas de un habla popular que serían, en su caso, la materia verbal de su propia escritura.

Está claro que ni el criollismo de Borges ni lo popular urbano de Arlt, remitían a la totalidad del territorio argentino. Desconocían, claramente, a la Argentina situada más allá de Buenos Aires o de la pampa húmeda, aunque ese desconocimiento fuese, antes que la manifestación de una elección personal, la consecuencia del triunfo ideológico, político y cultural del unitarismo porteño.

Evidentemente, no se podía pensar una Argentina más allá de lo porteño y pampeano.

De todos modos, en ese debate –del que participaron además escritores y pensadores destacados, como Raúl Scalabrini Ortiz, Ezequiel Martínez Estrada u Oliverio Girondo– se revelaba una verdadera preocupación por reconocer, o encontrar, las formas prístinas de un habla propia.

¿Se trataba de una preocupación particular, exclusiva de nuestra cultura? En absoluto. A principios del siglo veinte, la preocupación por lo nacional, por la nación, era una inquietud compartida por muchos países. Podría decirse, al respecto, que era compartida por la mayoría de los países, que en su relación asimétrica hacían del nacionalismo la ideología de las potencias imperiales, tanto como la ideología de los países sometidos, y que lo que en un caso representaba una cosmovisión de la opresión, en el otro representaba una cosmovisión emancipadora.

Por ello, a casi un siglo de aquel momento histórico, no deja de resultar interesante preguntarse en qué (o en dónde) quedaron esas cuestiones.

Porque el estadio actual del capitalismo y su cultura hegemónica, el neoliberalismo, revelan una tendencia dirigida sino a borrar por lo menos a desdibujar los límites nacionales, subsumiendo a la totalidad de los países en sus políticas de globalización económica, cultural y política.  

Y si bien una globalización lingüística resulta, al menos hasta hoy, inconcebible, no dejan de revelarse tendencias hegemónicas en el interior de las comunidades nacionales que comparten una misma lengua, como es el caso de los países latinoamericanos excepto Brasil.

En ese sentido, España se arroga el papel de potencia colonial que históricamente dominó el continente, a través de una institución monárquica como la Real Academia Española, que pretende establecer normas uniformes para todo el mundo hispano parlante.

Junto con ello, las grandes editoriales transnacionales que publican libros en lengua española, operan como un factor decisivo para el establecimiento de un español común, o neutro, al que deberían someterse todos los escritores de nuestra lengua.

La pregunta, entonces, es qué queda del idioma de los argentinos. Sometido por las fuerzas de la globalización económica y cultural, el idioma de los argentinos –literario o no, da lo mismo– es un idioma condenado a lugares vicarios y degradados. Y cuando decimos idioma de los argentinos no nos referimos solamente al español rioplatense, ya que también pensamos en las distintas inflexiones del español que se practican en cada una de las regiones del país.

Así, el destino de la literatura argentina –y su habla– parecería ser el de los lenguajes condenados por el Amo.

Se nos dice, para justificar ese dominio, que lo nacional es un anacronismo, que las literaturas no pueden ser pueblerinas, que lo global es el ámbito donde las escrituras y los textos deben situarse.

Nosotros descreemos de esa visión. La diferencia de lenguas supone la diferencia de culturas, y la diferencia de culturas supone las diferencias de identidades comunitarias y políticas.

En tal sentido, un idioma de los argentinos resulta no sólo posible, sino también indispensable. Un idioma de los argentinos que comprenda a todos los habitantes de este país, y al conjunto de sus manifestaciones literarias y culturales.

Porque sería, sin duda alguna, un extraordinario instrumento de afirmación y resistencia, que acompañe y potencie la vida de nuestra sociedad íntegramente, y no la de minorías expoliadoras de sus bienes materiales y simbólicos.

Allí palpita, seguramente, ese legado soterrado que nos dejaran –como diría Borges– nuestros mayores: los de todos los argentinos, sin excepciones.

Más notas relacionadas
  • Motoqueros (capítulo 54 y último)

    Por la avenida, a eso de las diez de la mañana, camina hacia el norte arrastrando un carri
  • Motoqueros (capítulo 53)

    Después de haber pasado la noche en la calle, rodeado por esos seres que parecían sub-huma
  • Motoqueros (capítulo 52)

    Camina en medio de la oscuridad, sin rumbo. Se ha ido internando por un barrio de calles d
Más por Roberto Retamoso
Más en Columnistas

Dejá un comentario

Sugerencia

Alerta: el genocida Amelong pide la libertad condicional

Desde Hijos Rosario advirtieron que este viernes la justicia dará lugar a una audiencia pe