Sensaciones y cosas raras que me atravesaron el alma cuando por primera vez en mi vida vi al Diego de carne y hueso, en su vuelta al Marcelo Bielsa el pasado martes.

En el momento que comienzo a escribir estas líneas ya estoy en condiciones de sumarme al canto que popularizó la hinchada napolitana cuando Diego Armando Maradona vistió la camiseta de aquel club del sur de Italia: “Ho visto Maradona”. La traducción al castellano no hace falta.

A estas palabras se las quiero dedicar a mi padre, porque de su boca escuché por primera vez ese apellido: Maradona. Claro, fue en mi niñez transcurrida en los duros años 90 y para mí, en ese momento, era sólo un apellido, como lo podían ser Gómez, Gutiérrez, o cualquiera, bah.

Y casi a la par que fui conociendo a ese jugador al que Víctor Hugo Morales inmortalizó como “barrilete cósmico”, me fue gustando el fútbol, porque son inseparables. A veces, en momentos de exaltación –como el de este martes 29–, me atrevo a decir que son la misma cosa, como Ortega y Gasset o Moreno y Fabianesi.

Le conocí el rostro en una revista de esas que rondaban por mi casa, y por la tele le descubrí sus movimientos. Hasta que luego llegó Internet y con ello las redes sociales, y desde ahí todo fue mucho más fácil.

Y también más difícil, porque empecé a escuchar y ver reproducida de a miles sus contras, un ensañamiento mayor al que el español del Athletic Bilbao, Andoni Goikoetxea, utilizó contra el tobillo del propio Diego, cuando en 1983 lo mandó al quirófano de una salvaje patada. Pero los tobillos y las piernas del Pelusa se cansaron de acumular enemigos, como él mismo cuando denunciaba a viva voz los privilegios del norte italiano respecto al sur, o ahora mismo al neoliberalismo que copó la Patria Grande para hacerla chica. 

A Diego le pegaban de todas partes, y esos golpes del poder también le dolían a uno. Así que para defenderme de esas cuestiones y de sus propias contradicciones, me leí Me van a tener que disculpar, de Eduardo Sacheri, quien revela en ese cuento que integra el libro Esperándolo a Tito que “el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana”. Y poco más adelante, admite: “Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos”.

Supe que nació cuando nació, por el texto de Rodolfo Braceli La partera de Maradona: “El 30 de octubre del año 1960 después de Cristo, la Tota rompió bolsa a eso de las cinco de la madrugada. Camino del Policlínico que, naturalmente, se llamaba Evita, le preguntó a la Pierina, que la acompañaba: –Estoy segurísima que Dieguito va a ser un pibe 10. Pero dígame Pierina, ¿mi hijo va a ser feliz? / –Tu hijo estará condenado a dar felicidad a los demás”.

Y entendí que ese pibe de la pobrísima Fiorito fue elevado a la categoría de D10S porque en Juego Olímpico, de Santiago Garat, se descubre: “La Tierra era el lugar elegido, por Zeus y su bandita, para la llegada del elegido. La fecha de ese acontecimiento, grabada con filoso tridente en una de las columnas del Panteón –que supo cumplir la función de palo derecho en alguna que otra definición por penales–, fue descubierta hace doscientos años por unos arqueólogos egipcios: 30 de octubre de 1960”. Pero no era una deidad como a la que le rendía culto mi abuela, sino un “dios sucio, pecador, el más humano de los dioses”, como lo definía el escritor uruguayo Eduardo Galeano.

La noche del 10

Foto: Manuel Costa

Cuando el rumor de la llegada a Gimnasia se convirtió en realidad, como la mayoría de los futboleros agarré enseguida el fixture: y con una sonrisa que no me entraba en la cara descubrí que el 29 de octubre su humanidad y la mía respirarían el mismo aire.

La llegada al hotel céntrico de la delegación tripera, el día anterior al partido, fue una entrada en calor del cariño hacia el más grande de todos los grandes. No ajeno a ese afecto, el tipo se asomó al balcón –a lo Perón– y devolvió lo suyo. Y todo esto ocurrió horas después de que justamente el peronismo, al que el propio Diego brindó su incondicional apoyo, haya ganado las elecciones presidenciales, por lo que la alegría se multiplicó (para muchos).

El pasado martes, Newell’s recibió a Gimnasia, pero sobre todo recibió a Diego Armando Maradona, que con apenas un puñado de partidos vistiendo la rojinegra conquistó para siempre el corazón de los leprosos. Entre todas esas almas que llenaron los cuatro rincones del Coloso, estaba quien escribe estas líneas. Y al lado, casi pegado, estaba mi viejo. Y este señor que ya peinaba canas, el que vendría a ser mi padre, le decía unas palabras al oído –intentando sortear el bullicio– a su hijo, que vendría a ser yo. Entendí que le explicaba algo, que cuando rodeado de pibes de las inferiores y encandilado por el amor que bajaba de los cuatro puntos cardinales, pisaba el verde césped del estadio del Parque Independencia Diego Armando Maradona, le decía algo así como que ese hombre, o lo que queda de él, o lo que nosotros hemos dejado de ese hombre –se hace cargo–, que camina con tranco lento y tiene el hablar cansino, que tiene una gorrita de Venezuela, de Hugo Chávez, que es peronista, que es de Newell’s, de Boca, de Argentinos, pero a la vez es de todos, ese hombre nos hizo, nos hace y nos hará felices.

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