María atraviesa con paso seguro la cocina-comedor de su casa. Es un ambiente amplio y luminoso. Va de la mesa a la bacha de la cocina. En el camino, sin embargo, se para frente a un mueble de madera. Se queda mirando. Junta las palmas de su mano, cruza los dedos y sigue mirando: no hay un vacío, hay un altar. Una vela que siempre está encendida le ilumina apenas la cara, una estatua de la Virgen del Rosario de San Nicolás la mira y pareciera que la tranquiliza, que existiese entre ellas un pacto de madre a madre. A cada lado de la figura, está la imagen de Carlos Orellano, el Bocacha, el pibe de 23 años que el 24 de febrero salió a bailar y no volvió. Su cuerpo, repitiendo la historia de tantos otros pibes como él, apareció flotando en el río días después.

María y Edgardo, los padres de Carlos, viven en pleno Empalme Norte. Una zona donde las casas de chapa y las de material se mezclan, las zanjas todavía existen y también las familias que sacan la reposera a la calle y los chicos y las chicas que juegan en la vereda. La familia Orellano está ahí desde hace 27 años, en una casa que levantaron juntos, mientras María terminaba la secundaria y trabajaba como empleada doméstica y Edgardo de colectivero. Ahora, él es pescador y ella portera.

La vivienda que se construyó Carlos está pegada a la de sus padres. Comparten la galería y el patio. El pibe vivió desde chiquito en ese lugar. Jugó en esa vereda, caminó por ahí cada madrugada para tomarse el colectivo que lo lleve a la escuela o al trabajo, la recorrió para ir a la canchita de fútbol o al Caribe Canaya, recibió a los amigos, festejó cumpleaños. Un día Carlitos no volvió. Pero las puertas de su casa todavía están abiertas y se proyectan para cumplir un sueño: abrir un comedor para la gente del barrio.

Mientras Edgardo habla, María asiente. El hombre recorre los rincones de toda conversación posible. Habla de la sonrisa de su hijo, del río, de la situación del país, de la historia argentina, de la esperanza, de la decepción, de la Justicia. María asiente y suspira fuerte. También habla y recuerda, y cuando recuerda se ríe. No hay momento de la nota que no tenga los ojos llenos de lágrimas.

Foto: Manuel Costa
Foto: Manuel Costa

El 24 de junio se cumplirán cuatro meses del asesinato de Carlos Orellano. El esclarecimiento del caso todavía está lejos. ¿Por qué es tan difícil saber qué le pasó a un chico que salió a bailar, desapareció y apareció dos días después flotando en el río? Apenas se conoció el caso, la indignación se replicó en las calles, en las redes, en los medios de comunicación. Hubo movilizaciones. Pegatinas. Flyers para las redes sociales. Pintadas en la pared que todavía están ahí, hablando y recordando. El presidente Alberto Fernández, de visita en Rosario por el aniversario del primer izamiento a la Bandera, recibió a la familia. Lo acompañaron el gobernador de la provincia Omar Perotti y el intendente de Rosario Pablo Javkin. Los tres le hablaron a la ciudadanía de la inseguridad y se comprometieron a combatirla. El próximo encuentro de los tres niveles del Estado con los rosarinos y los rosarinas iba a ser este 20 de junio. Lo que siguió de marzo a esta fecha ya se sabe: la pandemia cambia todos los planes.

La familia y los amigos de Orellano, sin embargo, no tienen otros planes desde hace cuatro meses. Con barbijo, alcohol en gel y distanciamiento incluídos, sostienen un único objetivo: la justicia. “¿Hasta cuándo puede un pueblo soportar las injusticias?”, dice la convocatoria que lanzaron para el sábado 20 de junio a las 09 en la Plaza 25 de Mayo. Y continúa: “Rosario, Cuna de la Bandera: ¿A cuántos hijos e hijas abrazaste con tu río, testigo inquieto de atrocidades? Los gobiernos que han estado al mando han sido lo suficientemente incoherentes e indiferentes y/o cómplices de tal estado de desidia. ¿Cuántos familiares de víctimas se han cansado de luchar contra un sistema que sólo beneficia y sostiene a la corrupción?”

Familiares de Bocacha Orellano piden democratizar la Justicia

Justicia y democracia

“La causa está parada. Pero no por la cuarentena, porque se sabe que en los Tribunales estuvieron trabajando. A nosotros nos ningunearon”, denuncia Edgardo. “¡Tantas cosas que pasan y le tenemos miedo al coronavirus! La verdadera pandemia es la justicia y la inseguridad en la provincia de Santa Fe”. El hombre habla apasionado y con confianza. También como un papá y rosarino embroncado, decepcionado y desesperanzado. “¿En manos de quiénes estamos? ¡Y queremos Justicia! Con esta gente no podemos. Es una justicia injusta y el pueblo siempre termina jodido, termina mal”.

Su reclamo, el de su familia y amigos va, en ese sentido, más allá de Carlitos. “Yo quiero pedir por la democratización de la justicia, que los jueces y los fiscales sean elegidos por el pueblo, que no se pasen la antorcha entre un grupo de familia. Desgraciadamente hay que pelear para que se haga justicia y también para cambiarla. Es una cosa de locos esto, porque con los fiscales y jueces que están van a seguir matando gente, y siempre va a seguir involucrada la policía”, remarca el padre de Orellano.

Foto: Manuel Costa

En cuatro meses, Edgardo asegura que “por poco me recibo de abogado”. Habla de legajos, de imputaciones, de pruebas. Recorre de memoria la causa de su hijo. En su casa están “las cosas de Carlitos”: las banderas para las movilizaciones y los infinitos papeles con testimonios, planos, leyes, jurisprudencias, anotaciones. El habla y María asiente. Lo que dice Edgardo no es nuevo para ella. Da la sensación – tal vez la seguridad – de que todos los días, desde hace cuatro meses, hablan, atan cabos, se hacen preguntas y evalúan respuestas.

La causa de Orellano está plagada de contradicciones y oscuridad. Las crónicas de hace cuatro meses lo reflejan y muchos interrogantes siguen abiertos. Idas y venidas entre las denuncias, las comisarías, los policías y patovicas que estuvieron esa noche en el Boliche Ming, donde Carlos fue a bailar y desapareció. Manchas de sangre en el boliche, una fiesta al día siguiente de su desaparición, la destrucción y consecuente falta de pruebas. Una página de Facebook donde basurean a la familia, la noche rosarina, la habilitación de los boliches. También está la autopsia: Según afirma Orellano, la perito de parte, doctora Emma Kreimer, le aseguró que su hijo sufrió múltiples golpes. De la autopsia la familia sacó algo claro: su hijo no cayó al río y murió ahogado. A Carlos lo mataron antes y descartaron el cuerpo.

Edgardo lo sabe bien. Se acuerda con detalles del momento en que entró al río y sacó el cuerpo de su hijo. Se acuerda de cuando no sabía, ni él, ni su familia, ni sus amigos, dónde estaba Carlitos. ¿Con una chica? ¿En lo de alguno de los otros chicos? Se acuerda de la red que armaron todos los que conocían a Bocacha. Se acuerda cuando apareció la noticia de un chico que había caído al agua en la Fluvial. Y de cómo se dividieron: algunos hicieron el aguante al lado del río, otros siguieron recorriendo comisarías y difundiendo la foto de Carlos por todos los rincones físicos y digitales posibles.

“Mientras nosotros buscábamos esa noche, mientras íbamos al Tribunal, al Centro de Justicia Penal, a la Comisaría 2ª, a la 20ª, en el boliche estaban haciendo, otra vez, un baile”, remarca el papá de Carlos. El miércoles, el día que apareció el cuerpo, Edgardo había movilizado a los pescadores para que ayuden a buscar el cuerpo, que finalmente salió a flote. Él fue uno más, con Prefectura, Asuntos Internos, la Policía, el médico legista, los fiscales, su abogado, de los que ayudó a sacar el cuerpo. “Éramos un montón los que pudimos ver cómo salió un cuerpo que estaba golpeado”, subraya.

Los misterios del agua

Foto: Manuel Costa

El sueño del pibe

Carlos Orellano hubiera cumplido 24 años el 5 de mayo. Sus amigos decidieron festejarlo, homenajearlo, haciendo un locro para la gente del barrio. La comida que organizaron era para aproximadamente 300 personas. Sin embargo, lo anunciaron en las redes sociales y esa publicación se transformó en donaciones. “Empezaron a traer, a traer, a traer y a traer. ¡Terminamos haciendo un locro para 1500 personas!”

La olla que usaron para cocinar todavía está en el patio de la casa de Edgardo y María. Es una olla de 500 litros que prestó el Padre Juan Pablo de la Parroquia María Reina, la que recibió una fuerte balacera en 2018. El locro fue la primera de varias comidas que hicieron. Ahora, en ese mismo patio, en ese lugar donde Carlos invitó a sus amigos a hacer un costillar o un arroz con pollo, están proyectando un comedor para el barrio. “Él siempre nos decía que el día que tenga mucha plata iba a darle de comer a los chicos. A los amigos le decía lo mismo, por eso lo llevan adelante. Queremos cumplirle el sueño. Además, nos hace bien ayudar. Es lo que él quería y nosotros llevamos adelante su idea”, dice María. “Es un desahogo para nosotros. Es algo que nos hace bien”, agrega Edgardo. Y cuenta: “Él se cobraba la quincena y se iba a la canchita. Le compraba sandwiches y gaseosa a todos los pibitos. Carlitos estaba siempre atrás de los chicos”.

Lo que cuesta la vida

Es miércoles 17 de junio y está nublado en Rosario. Dentro de unas horas, la humedad se va a transformar en un granizo fugaz y algo de lluvia. En la casa de Edgardo, María y Carlos están festejando el cumpleaños de 13 del sobrino de Bocacha. La familia está sentada en la galería que comparten las dos casas y se ven restos de saladitos y choripanes. Una nena, de 5, se presenta: “Soy Alma, la ahijada de Carlitos Orellano”. Bocacha tenía su nombre tatuado en una de sus piernas.

Hace cuatro meses que por la casa de María y Edgardo pasan sus hijas y los amigos de su hijo. Nunca están solos. María hace hincapié en eso: se sorprendió de cuántos amigos tenía su hijo. Sus padres cuentan cada una de las características que resaltaban de Carlos. La historia se repite. Como pasó con Pichón Escobar, con Franco Casco y con Alejandro Ponce, pareciera que hay que explicar que los pibes no hicieron nada, justificar por qué es un crimen que un varón, joven, de algún barrio más o menos vulnerable, salga a bailar, desaparezca por unos días y aparezca muerto en el río Paraná.

A Carlos Orellano le gustaba jugar al fútbol, ir al río, al Caribe Canaya, viajar a ver a Rosario Central, tocar el bombo. Le decían Bocacha porque “siempre estaba con la jeta abierta, con una sonrisa así de grande”. Era el único varón de su familia y el más chico de tres hermanas, “el más mimado”. Del jardín de infantes hasta que se recibió de maestro mayor de obra, Carlos estudió. A veces apenas pasaba por su casa a comer al mediodía. “Decime en qué momento se dedicó a la vagancia. ¡Nunca! Para él, siempre fueron obligaciones que él mismo tomó. Por eso tenía un auto, una casita, y se iba de vacaciones con nosotros. No sé por qué se la agarraron con el. Había sido la primera vez que iba a ese boliche, nunca había ido, y le costó la vida”.

Fuente: El Eslabón

 

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