Miro para arriba entrecerrando los ojos. El sol del mediodía pega fuerte. La bandera argentina, a media asta, flamea cerca. Es tan grande. El viento la mueve y yo siento que si me concentro, si inhalo y exhalo y me estiro con paciencia, puedo tocarla. Nunca había estado en el mástil de la Plaza de Mayo. Hay flores alrededor mío, una que otra vela que quedó a medio quemar. También un cartel azul: “Gracias D10s. Por siempre Diego. Familia Gómez”. Lo toco con la mano extendida y cierro los ojos. Hoy todo es un santuario, todo es deidad. Yo, que no sé rezar pero necesito un ritual, hago eso. Poso las manos con la palma extendida y cierro los ojos. Alrededor mío pasan personas de todas las edades. Grupos de amigos y amigas, parejas, familias, también lxs que fueron solxs. Llevan velas, ramos de flores, camisetas de todos los clubes, fotos, pósters, muestran sus tatuajes. Una nena está disfrazada de princesa. Pasa al lado mío, upa del papá, y no puedo evitar llorar, de nuevo, sí, otra vez. La gente se saca selfies, sonriendo, con la Casa Rosada de luto de fondo. Me parece raro por un segundo. Después me doy cuenta que es para decir estuve. ¿Qué tengo para decir yo? Que también estuve.

Como buenos rosarinos que somos, del interior siempre que cruzamos la General Paz, no sabemos muy bien cómo hicimos pero llegamos y entramos bordeando la Casa Rosada por atrás. Un privilegio. Lo primero a lo que nos agarramos fueron las rejas. Nuestras manos y dibujitos, flores, banderas, un pañuelo verde. Lo primero que vemos es la gente que sale de visitar el cajón. Del último adiós. Para esto necesitaba venir. Verlo con mis propios ojos: lo que él genera. Salen personas en muletas, ciegas, madres e hijxs, padres e hijxs, niños, niñas, familias, hijas sosteniendo a su papá, salen a la fuerza de las fuerzas de seguridad, salen quebrados del llanto. Yo no aguanto. También empiezo a lagrimear sin fin. No hay nada que me emocione más, al menos hoy, que las bandas de chabones, de gordos, negros, de todas las casacas, llorando, balbuceando, que se abrazan, que se sostienen porque no pueden avanzar más, no saben cómo va a ser salir de ahí, qué mundo les espera después de haber visto el cajón que va a cuidar a Maradona por toda la eternidad.

Diego Armando Maradona se murió hace menos de 24 horas. En poco tiempo armamos el viaje. Sabíamos una cosa: hay que estar. Hace menos de 24 horas que el mundo pasó a ser otro. Nos vamos quedando sin todo eso que forjó el mundo que vivimos, que no es el mejor, pero sí el que nos sostiene. Se fue Maradona. Lo tecleo. No puedo decir nada más. Lo que puedo hacer es contar. Garabateo en un cuaderno lo que veo y siento. El calor y la gente. Escribo: el silencio de ayer se expande hoy en una canción permanente. Siempre se escucha algo de fondo. Maradó, Maradó. El que no salta es un inglés. Juremos con gloria morir. Aplausos. Llanto. También escucho otra cosa, que hacía tanto no escuchaba: la charla fisura. Los borrachos arrastrando sinsentido. Venimos de un año encerradxs. Creo que estamos acá porque el duelo colectivo sana, pero también porque si íbamos a recuperar la calle y la Patria tenía que ser así. Garabateo en el cuaderno: el futuro que construyamos a partir de ahora no puede ser sin este amor que se llora a borbotones.

Me cuesta horrores escribir esta nota porque siento que me faltan herramientas por todos los frentes. No sé de Maradona. No tengo anécdotas. Cuando lxs hinchas de Ñubel me hablan de él pongo los ojos en blanco, no por el Diego, sino por ellos. No lo ví jugar casi. No, no tengo recuerdos de él jugando. Mis recuerdos son de su pelo amarillo huevo, de las visita a Susana Giménez, y de Dalma y Giannina, a quienes quiero mucho, no sé bien por qué. No seguí las ramificaciones de su vida privada. Hasta que Rocío Oliva quedó afuera de la Casa Rosada la confundía con Verónica Ojeda. No sé con cuáles tuvo hijos. Apenas sé quién es Jana. Pero siempre fui a la cancha y siempre compartí la mesa con los que veían el partido. La previa, la mesa y la sobremesa. Y sé que hay algo mágico en la pelota. Algo que emociona. Que me emociona. Que nos emociona. Y a veces no sé si me emociona la pelota o lo que genera en los demás: esa cara de niños para siempre. A eso, el Diego lo multiplica, lo hizo único, mágico, inolvidable.

También me quedé del lado de quienes, cuando se hacen las tres de la mañana, empiezan a scrollear videos en Youtube. Siempre terminan en el Diego. Los vimos infinitamente. Nos emocionamos. Nos reímos. Mirá, mirá, no puede ser, mirá, mirá. Gritos, risas, palmas sobre la mesa, algún que otro brazo revoleando al aire. Todavía no me animé a escuchar la canción de Rodrigo entera, menos el video. Porque no es sólo el Diego. ¿Alguna vez volveremos a compartir esa alegría sin romper en llanto? Es el duelo de la felicidad. Habrá que rearmar todo.

Insisto: me cuesta horrores escribir esta nota porque siento que me faltan herramientas por otros lados también. No sé nada de teoría feminista. Leo de racializaciones, interseccionalidades, clase, género. No conozco conceptos, ni categorías, no podría reproducirlos en una nota. Por suerte algunas lo hicieron.

A veces me muero de ganas de ser una buena feminista. Pero se murió el Diego y yo lo siento adentro. Me emociona profundamente. Me duele, realmente, el nudo que se hace ahí, entre la panza y el pecho. Lo siento sin saber qué hizo él por el feminismo para sentirlo más hondo. No necesito saberlo. Tal vez hizo lo suficiente como varón, villero, machirulo, padre, hijo, jugador de fútbol, amigo de Fidel, de Chavez, de Lula, de Evo, Néstor, ídolo mundial inigualable (que acompañó el pedido de que el aborto sea legal), para que cada una y cada uno de nosotros pueda llorar, emocionarse infinitamente, sumarse a la multitud que tiene el corazón en la mano y las contradicciones a flor de piel. No es que importan menos. Es que todo importa lo suficiente.

En la plaza veo a una chica. Tiene el pelo corto, rapado y teñido de amarillo. Está usando un jogging y una camiseta de Boca atada a la cintura. Se le ve el ombligo y un piercing. Levanta el puño y en el puño tiene un pañuelo verde, el del aborto. Tiene los ojos hinchados, no paró de llorar. Una cámara se le acerca y le hace una pregunta: ¿se puede ser feminista y llorar a Maradona?  Yo me quedo mirando, escuchando. “Esto es el pueblo, se nos fue pero dejó esto”, le dice. Anoto. “Primero fui maradoniana, después feminista”, sigue diciendo, y yo anotando. Dice algo de la justicia social. Cuando termina, nos miramos y yo le digo gracias.

Pienso todo el día en si debería haber traído el pañuelo verde o algo que me identifique más como una de las miles –cientos de miles, millones seguramente, no tengo dudas– de feministas que hoy tenemos el corazón acongojado. Dudo en si es necesario estar diciendo permanentemente quién soy, qué pienso, en qué vereda camino. A veces es suficiente con caminarla. Hoy soy Laura y estoy acá. Eso, sin embargo, es también un símbolo. Como el pañuelo. Como haber prendido una velita. Como viajar hasta acá para llorar en un lugar que le de sentido a este día que va a cambiar la historia. Como posar la mano en cualquier cartel, como si fuera una deidad, y cerrar los ojos sin saber rezar y entonces escuchar, y repasar todos esos momentos que el Diego nos posibilitó una sonrisa. Como un mantra. Mis amigxs. Mis abuelxs. Mis tíxs. Mis viejxs. Mi novio. Soy Laura y estuve ahí. Y me doy cuenta que sin los símbolos me derrumbo.

En Avenida de Mayo trato de mirar a los ojos a la gente que pasa camino a la Casa Rosada, al cajón. No quiero olvidarme de sus expresiones. Las arrugas, el paso de las lágrimas, los lunares, la piel. Mirar, entender, reforzar esta vereda en la que elijo estar. Estamos comiendo unos choripanes. Nos divertimos. Pasamos tantos meses lejos de esto. Un vendedor me charla y ofrece cervezas, a cien pesos cada una. A mis compañeros se las había ofrecido a 150. “¿Ven lo importante que es viajar con chicas lindas como yo?”, les digo, festejando el descuento, y traigo tres. Dos chicos que están sentados al lado nuestro dicen que se nos ve muy a gusto. Levantan la lata e invitan a brindar. “Viva Diego, viva Argentina”, dicen. Yo cierro los ojos mientras destapo mi latita, levanto el mentón levemente hacia arriba, como al cielo, como al sol, y brindo, y tomo. Este es mi ritual.

 

Fuente: El Eslabón

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