El conflicto bélico en Europa oriental terminó de echar por tierra la pretendida neutralidad de las plataformas digitales así como aquella idea –no pocas veces discutida– de Internet como fuente de acceso democrático a la información.

La guerra se libra por tierra, aire y mar, y también en las pantallas, donde la principal víctima es la población civil desprevenida. También caen comunicadoras y comunicadores, no solo bajo la artillería de alguno de los bandos en pugna, sino ante una feroz censura preventiva en la que se impone como única la verdad de occidente.

Los grandes medios de comunicación operan a diario para construir relatos de acuerdo a sus intereses, que suelen ser los mismos que los del capitalismo financiero transnacional. La guerra en Ucrania no es la primera contienda mediatizada pero suma elementos más complejos que son producto de los avances tecnológicos del mundo digital.

La guerra por otros medios

Con la incursión militar rusa, tras el prolongado conflicto en el Donbass, la web demostró ampliamente que es terreno fértil para el cultivo y recolección de información sesgada. A las habituales noticias falsas –o fake news– creadas a partir de la manipulación de imágenes hoy se suman las herramientas del capitalismo de la vigilancia, es decir el comercio de predicciones de datos conductuales. Información valiosa que surge de las interacciones dentro de las plataformas digitales que atraviesan la vida de millones de seres humanos en todo el planeta. En tiempos de guerra este combo funciona con éxito para moldear subjetividades, construir opinión pública y finalmente legitimar ciertas violencias y condenar otras tantas.

Tras la invasión rusa en Ucrania iniciada el 23 de febrero occidente desplegó una serie de operaciones que, en paralelo a las sanciones económicas y el suministro de armamento, se orientan a acorralar al gobierno de Vladimir Putin. Los gigantes tecnológicos se han plegado a la contraofensiva de la Otan y numerosas multinacionales cerraron sus plantas en Rusia dejando a miles de personas sin trabajo. Se trata principalmente de empresas petroleras, automovilísticas y navieras, y también las tecnológicas, que si bien bajaron persianas en Moscú, siguen operando y toman partido dentro el conflicto, en algunos casos abierta y otros solapadamente.

Las principales agencias de noticias europeas CNN, BBC, EFE y la estadounidense Bloomberg han cesado su actividad informativa, en parte como consecuencia de una flamante ley que, según aseguran, los “criminaliza”. Desde el Kremlin sostienen que se encuentran ante una “guerra de la información” y que es necesario actuar con firmeza. La ley aprobada a principios de marzo por el Congreso pena con hasta quince años de prisión la difusión de fake news sobre el ejército ruso.

Apple, Disney, Microsoft, Netflix, Samsung y Spotify han dejado de vender sus productos y prestar servicios en el país euroasiático, entre otras tantas, como Google, que ha censurado a los medios públicos como RT (Russia Today) y la agencia de noticias Sputnik, además de eliminar sus productos de YouTube así como de la tienda de aplicaciones PlayStore.

Uno de los casos más resonantes fue la eliminación del canal Ahí Les Va, que el 11 de marzo desapareció de YouTube. El programa conducido por la comunicadora de RT Inna Afinogenova contaba con “un millón de suscriptores y más de dos años de vida y de trabajo de varias personas”, según informó la joven periodista a través de Telegram.

Pájaro rusofóbico

En varias plataformas digitales surgieron señalamientos y marcas que alimentan la rusofobia. Tal es el caso de Twitter, que estampó la leyenda “medio afiliado al gobierno de Rusia” en perfiles de colaboradores de distintos medios de comunicación, entre los que se encuentran RT y Sputnik. El motivo que esgrimen desde la red social de los 280 caracteres es “ofrecer más contexto y transparencia”.

De este modo la parte comunicacional de la guerra se intensifica y los daños colaterales aumentan. Uno de los marcados por esta suerte de macartismo tardío fue el sociólogo y periodista Marco Teruggi, que inmediatamente publicó “Twitter acaba de colocar «medio afiliado al gobierno de Rusia» en mi perfil. Es mi cuenta personal y trabajo para diferentes medios. Pido que sea retirada esa mentira”.

El doctor en comunicación Martín Becerra considera que “la medida de Twitter no aporta contexto ni transparencia. Al revés: confunde a los usuarios, es abusivo con periodistas al asimilarlos a medios, es sesgado y opaco –como mínimo– en el etiquetado de algunos sí y otros no, y es una peligrosa marca o «cebo» para posibles agresiones”.

“La plataforma sólo etiqueta así a algunos medios de algunos gobiernos del mundo, no a todos (ni a la mayoría) de los medios estatales ni gubernamentales, tampoco a los que reciben la mayor parte de sus recursos de gobiernos para funcionar. Hay un obvio encuadre peyorativo en esa selección por conveniencia política. Con ello, Twitter muestra, tal vez sin quererlo, su propia «línea editorial» en la gestión de contenidos, tarea a la que alude como «moderación de contenidos»”, reflexiona Becerra.

Muchas de estas marcas fueron posteriormente eliminadas por Twitter, pero el daño ya había sido efectuado. La red además bloqueó más de cien cuentas que emplearon el hashtag #IstandWithPutin, que se puede traducir como “Estoy con Putin”.

Nazis amigos

Meta, la empresa propietaria de Facebook, Instagram y Whatsapp, está permitiendo que los usuarios de sus redes sociales en países de Europa del Este publiquen mensajes que llamen a la violencia contra los soldados rusos e inciten a la muerte de Vladimir Putin.

En estas plataformas, según indican documentos internos de Meta, ha entrado en vigencia una nueva pauta de moderación de contenidos que tolera a organizaciones como el Batallón Azov, una unidad militar neonazi ucraniana previamente prohibida bajo la política de Organizaciones e Individuos Peligrosos de la empresa de Mark Zuckerberg.

Lo cierto es que mientras dure la guerra, el Batallón Azov –integrante de la guardia nacional ucraniana–, no integrará la extensa lista negra que incluye al Estado Islámico, Hezbollah o Los Zetas, entre otros célebres villanos del mundo real.

Estas excepciones “temporales” a sus reglas habilitan los mensajes de odio, que son los que más rápido circulan dentro de estas plataformas. A este cóctel se suma la tendencia rusofóbica dominante que cancela autores y obras literarias del siglo XIX, así como a artistas y atletas contemporáneo, que situados a kilómetros o décadas del teatro de operaciones reciben las esquirlas letales de un conflicto sangriento que empezó antes del 23 de febrero de 2022 y que, pese a los retoques digitales y montajes, pone en evidencia la brutalidad de las autopercibidas democracias occidentales.

Internet surgió durante la segunda mitad del siglo pasado, en Estados Unidos y en plena guerra fría, como un mecanismo de comunicación militar capaz de soportar ataques nucleares gracias a su arquitectura descentralizada. A mediados de la década del noventa, cuando empezó a extenderse por fuera de aquel ámbito castrense que le dio origen, despertó grandes expectativas, hubo quienes vieron oportunidades de ejercer una comunicación democrática, sin filtros, ni intermediarios. Surgieron comunidades e iniciativas globales y un sinfín de posibilidades derivadas de un mundo interconectado en tiempo real.

Hoy, con el estruendo de la guerra en Ucrania como telón de fondo y una red de redes cada vez más centralizada y controlada por un puñado de empresas monopólicas, todo eso está en crisis.

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