Alejandro Lavorante fue un peso pesado mendocino que vivió en Rosario e hizo su carrera en Estados Unidos. De la inauguración del Monumento a la Bandera a sus peleas con Archie Moores y Cassius Clay; de Lanusse a Fidel; de la oferta de Frank Sinatra a su trágico final.

En los últimos días de 1961, Alejandro Lavorante cerró su gran año venciendo a Bang Bang Von Clay y comenzó 1962 con el premio de la Asociación de Periodistas de Box de California al mejor pugilista del año. Pinky George –un petiso medio pelado que oficiaba de manager– y Lavo pronosticaban un próspero año nuevo, en el que tocarían el cielo con las manos. “Tengo en mi poder una escalera, la que me llevará al cielo”, solía repetir Pinky señalando a su pupilo de un metro noventa y pico. Sin embargo, aquella pelea de fines de diciembre fue la última que ganó.

Alejandro Tomás Lavorante nació el 25 de octubre de 1936. Al igual que la finita voz de Ringo Bonavena no coincidía con el aspecto de rudo peso pesado, la pinta y amabilidad de Lavorante tampoco era digna de un púgil de esas características. “Saludaba a sus rivales y los ayudaba a levantarse una vez que los mandaba a la lona”, cuenta el escritor y periodista Rolando López en su libro El boxeador que sonreía demasiado.

El Gringo, como se lo conoció después, abrazó al boxeo desde muy pequeño y a los 14 años se lo confesó a su padre. Pese al desacuerdo de Lidia, su madre, siguió adelante. La falta de dignos rivales de la categoría pesado en su provincia hizo mudar a la familia. Probaron en Buenos Aires, pero algo incómodos, arribaron a Rosario, donde vivirían casi el resto de sus vidas: su hermano Felix falleció en agosto pasado; José María, otro hermano, fue víctima fatal de un accidente en la ruta Rosario-Buenos Aires en el 82; el padre murió en 1975, también aquí. De todas maneras, Alejandro estuvo poco en la ciudad, ya que antes de partir al exterior para continuar su carrera debió cumplir con el servicio militar obligatorio en CABA. Allí, quien le puso todas las fichas –tras observarlo en un campeonato interno de boxeo– fue su jefe en el Regimiento de Granaderos: Agustín Lanusse, años después, presidente de facto de la Nación. Y fue por su condición de colimba, y no de residente, que estuvo en Rosario el 20 de junio de 1957, cuando se inauguró el Monumento Nacional a la Bandera.

Su pasado castrense también se vio en la edición del 15 de febrero de 1958 de la revista Leoplan, que en su título de tapa reza: “23-febrero-1958 | La Casa Rosada espera al nuevo Presidente Constitucional”, en alusión al día de las elecciones nacionales que luego ganó Arturo Frondizi, con el apoyo del proscripto peronismo. El Granadero, con sable en mano, que figura en la puerta de la sede del Poder Ejecutivo es nada menos que Alejandro Lavorante. No será la primera vez que, por su facha, sea utilizado como modelo.

Se hace camino al andar

El hombre nacido en la tierra del vino se instaló –tras su breve etapa por Rosario y el Ejército– en territorio vinotinto. Venezuela, por aquellos años, pretendía erigirse como una seria plaza boxística y apostó para tal fin a reconocidos campeones. Uno de esos fue Pascual Pérez, también mendocino, primer argentino en obtener un título mundial, además de ser oro olímpico en Londres 1948. A este vigente campeón de peso mosca y promotor le llegó el dato de Lavorante y viajó a Rosario para convencer a su familia. Mamá Lidia seguía en su firme convicción contra la práctica de ese deporte, pero a Pascualito le alcanzó con persuadir a papá Alessandro. Los niños de la zona sur, donde vivía la familia, se quedaron maravillados ante la presencia del reconocido boxeador. “«Es Pascualito», gritaban”, según remarca López en su libro. Pero el joven Alejandro la pasó muy mal en el par de años que estuvo en Caracas: vivió en malas condiciones, casi no peleó, estaba solo y hasta se quedó sin pensión. ¿Y Pascual Pérez? ni noticias. Lo abandonó.

Cuando hacía las valijas para volverse a la ciudad cuna de la bandera, se cruzó en un gimnasio con el mítico Jack Dempsey, famoso en la Argentina por su pelea emblemática con Luis Firpo, quien en 1923 lo sacó fuera del ring. En aquel encuentro con Lavo, el estadounidense ya no era campeón mundial, sino ¡árbitro de lucha libre y promotor! Le ofreció trabajo en ese “deporte” en Estados Unidos, y aunque el Gringo nada quería saber con el catch, le dijo que sí, con tal de probar suerte en el país del norte. Allí conoció al manager Pinky George, quien de mala gana aceptó que su muchacho fuese boxeador. Desde ahí lo empezaron a llamar Alex.

Le fue tan bien en esas primeras peleas que su promotor le conseguía, sin escrúpulo alguno, adversarios para casi todas las semanas. Los estadios empezaron a llenarse de mujeres solteras que iban a ver al apuesto púgil. El combate con Zora Folley, en 1959, fue el primero de importancia. Y lo ganó.

A comienzos del año siguiente, derrotó en poco más de un minuto al cubano Reiniero Rey López en La Habana. En el ringside miraba atento Fidel Castro, líder de la incipiente Revolución Cubana. “¿Vio, maestro? ¡Me ha saludado Fidel Castro”, le dijo el ganador a su manager cuando el barbado presidente le levantó el pulgar.

Su protagonismo empezó a trascender las fronteras boxísticas. Su rostro aparecía más en revistas del corazón que en las deportivas. Ojeando una, el mismísimo Frank Sinatra lo quiso contratar.

Poner la cara

Su popularidad crecía, salvo en su propio país, donde apenas llegaban noticias de él. Como profesional, sólo una vez pisó un ring argentino: fue en el Luna Park, en noviembre de 1960, cuando derrotó por puntos a José Giorgetti.

Pero lo que impresionó a Sinatra leyendo esa revista de chimentos no fueron las condiciones de Lavorante con los guantes y los cortos puestos. La Voz, como se conocía al famoso cantante, también tenía sus negocios (algo turbios) por fuera de los escenarios: pretendía contratar a Alex como una especie de llamador de mujeres para sus casinos. Un matón, enviado por Frank, intentó negociar por las buenas con Pinky. Ante la negativa de éste, fue directamente a hablar con Lavorante, que también desechó la oferta. El mendocino atravesaba un gran momento en el cuadrilátero en 1961, año que cerró con la victoria –el 29 de diciembre, en Los Ángeles– frente a Von Clay.

En febrero siguiente, la Asociación de Periodistas de Boxeo de California lo premió como el mejor del año anterior. Con 25 años, creía que el despegue definitivo estaba por venir. Y para confirmarlo, se midió con rivales de fuste: arrancó con el gran campeón de los semipesados Archie Moores, que ya tenía 45 años y que había subido de peso para pelear en la máxima categoría. El veterano sacó a relucir su experiencia sobre la lona y las cuerdas, y derrotó al joven mendocino.

Para asimilar el efecto negativo de esa derrota y recuperar cierto prestigio, Pinky le buscó un rival de renombre, que lo devuelva a los primeros planos: Cassius Clay, que ese 20 de julio de 1962 aún no era Muhammad Alí, ni campeón mundial. “Algo raro pasa con mi cabeza, la siento frágil”, advirtió el Gringo luego de perder por nocaut en el quinto asalto, pero su manager hizo caso omiso a ese alerta, hasta tal punto, que ni siquiera sometió a su pupilo a los estudios correspondientes, como ocurre por protocolo ante cada derrota por la vía rápida.

Triste, solitario y final

Era marzo del 62 cuando Alejandro Lavorante, luego de un arduo entrenamiento, estaba pegado a la pantalla del televisor mirando el tercer y definitivo combate entre el estadounidense Emile Griffith y el cubano Benny Paret, en el Madison Square Garden, por el título mundial de peso welter. Fue tal la golpiza que el local le dio al centroamericano, que lo mandó al hospital. Se dijo que éste último, en la previa, trató de “maricón” a su rival luego de que revistas amarillistas difundieran que Griffith era gay. Y que eso explicaría su furia. Lo que más impactó al boxeador mendocino fue el titular del diario que anunciaba la muerte de Paret “tras días de agonía” y “luego de la paliza recibida”. Tiempo más tarde, el boxeador yanky reflexionó: “Cuando maté a un hombre me acompañaron; cuando dije que amo a un hombre me dejaron solo”.

El Gringo, que tenía la moral en la lona por las derrotas de ese inicio de año, le expresó su preocupación a Pinky por lo ocurrido con su colega del ring. “No tienes que pensar en esas cosas. Rara vez ocurre una tragedia de ese tipo”, le devolvió el otro. “Lavorante quedó en silencio y con la mirada fija en alguna parte de su habitación. Ya no reía cuando hablaba”, escribe López en su libro. “Rara vez ocurre una tragedia de ese tipo…”, resonaba en la cabeza de Alex.

Desvanecidas las ilusiones de fin de año por una pelea por el cetro mundial, la estrategia del agente fue comenzar de cero para levantar el ánimo de su muchacho y para levantarse de la bancarrota en la que estaba. Lejos de ambiciones, buscó esta vez un rival “sencillo”, un tal Johnny Riggins. La contienda se realizó el 21 de septiembre de 1962, y terminó mal para Lavorante. “Si hoy no gano es mi última pelea”, había advertido horas antes. De todas maneras, la caída en el sexto round no fue lo que terminó con su carrera: los golpes lo dejaron en estado de inconsciencia debido a los coágulos en el cerebro. 

Por cuestiones económicas y después de medio año en un hospital estadounidense, adonde viajó su madre (al padre, cuando lo llamaron para contarle lo sucedido con su chico, preguntó: “¿Entonces perdió?”), Alejandro fue trasladado al Sanatorio Felibert de Rosario​, en San Martín al 5700, donde pasó un año inconsciente.

La falta de ingresos obligó a Lidia a aceptar la bajeza de que la muerte paulatina de su hijo fuera televisada, ya que un medio de comunicación pagó por notas e imágenes exclusivas. Era tal la desesperación de la mujer (que a esa altura, enojada, ya se había separado del marido) que recurrió a Ángel Rodríguez, un empresario y ex presidente del club Godoy Cruz de Mendoza, devenido en sanador: se jactaba de haber curado a Pelé de una lesión. Lo llevó a su tierra natal, pero tampoco hubo caso. Alejandro Lavorante falleció en la ciudad de Mendoza el 1° de abril de 1964. Tenía tan sólo 27 años.

Durante su internación en Rosario, un grupo de poetas escribió y le envió Informe sobre Lavorante, una publicación de la revista literaria Barrilete que salió un 20 de junio, aunque muy distinto al de aquel día de la inauguración del Monumento. Entre las firmas, se destacaba la del referente de esa revista, Roberto Jorge Santoro, autor de Literatura de la pelota y desaparecido por la dictadura. La estrofa inicial de su poema decía: Lavorante viene y va | su brazo baila en el aire | su cuerpo baila con el baile | con el cross | o con el jab | salta su risa con onzas | con su loca manera de golpear | por arriba una cuerda | por el pecho | su corazón del ring hasta el techo | y la cuerda que algún día no da más. Y así cerraba: Si te vas | Alejandro Lavorante | a dios le tiramos la toalla | chau hermano | no te vayas.

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