Amanece en calma. Una niebla densa hace del cielo y del mar un solo cuerpo. El viejo mira el mar. Espera a la ballena.
A su espalda, lo que alguna vez fue su casa, se encuentra intacta. Las paredes de color ocre, las columnas grabadas, las mayólicas con motivos marinos, ese blanco y azul que siguen anhelando un homérico destino. Se da vuelta. Levanta la vista. Mira la casa. Estira los brazos como si quisiera despertarla. Sigue firme desde el día en que fue enclavada sobre la costa del Atlántico en la cima de la formación rocosa, allí, donde la playa se divide en dos. Al norte, donde la costa es recta, la arena y la rompiente trazan una línea que se pierde en el horizonte y el caserío entre los primeros médanos parece esfumarse a medida que la distancia se alarga. Al sur, donde la costa, ondea suavemente y se puede ver a lo lejos entre la bruma, algo de lo que es el pueblo más cercano, como un espejismo que aparece según la luz.
Sobre la playa hay un barco. Apareció una mañana. Vacío. Extraviado. Como un sueño de hierro provenido de una marea equivocada. Luego el tiempo le fue perforando el acero, y el color brillante que ostentaba, fue reemplazado por un óxido perpetuo. Desde la cima del peñasco, el viejo mira el barco muerto. Piensa en la vida después de la vida.
Antes no había nada. La casa sola en la altura.
Después fueron llegando los vecinos.
Después se trazó una avenida al frente.
El viejo observa de a ratos la casa. Mira el océano y la casa, como dos destinos separados. Rememora como si se encontrara dentro de su cuarto, viendo a través de la ventana por donde se escurría la luz del amanecer. Pero no deja que lo ahoguen los recuerdos. Pertenecen a un tiempo que no le es suyo. Que se ha ido.
Espera a la ballena.
La mañana abre la niebla y el horizonte marca una delgada línea azul. Es temprano. Es invierno. Y no hay nadie.
Camina unos pasos como para no enfriarse. Mira el barco encallado. El brillo inconcluso del metal. Se da vuelta. Da unos pasos. Se agacha en cuclillas y juega con unas piedras. Viste un pulóver de lana gruesa, unos pantalones que lleva arremangados y anda descalzo. Deja caer una piedra por el acantilado. Las olas del mar en calma roen suavemente las rocas del fondo del peñasco, en un lento ir y venir. Observa cómo los mejillones incrustados entran y salen del agua. Ese ritmo incansable le da noción del tiempo. De tanto tiempo.
Algo significativo sucede. Un salto, la cola que pega en el agua. Se ve como una mancha apenas perceptible. Sonríe.
Mira la costa sur, ve la lejana aparición del pueblo siguiente. Desciende por la avenida en busca de su bote. No hay nadie tan temprano. No hay nadie en invierno. Camina algo apresurado. Busca en el bolsillo del pantalón. Camina y busca hasta encontrar una llave. La envuelve con la mano. Mientras desciende ve las casas nuevas, los árboles que han sobrevivido y las nuevas plantas cuidadas. Aún lo siguen sorprendiendo. La calle se transforma en ripio grueso que raspan los pies ancianos, hasta hacerse arena fina cerca de la costa. La calle se aplana. Quedan unos lotes baldíos repletos de retamos.
El pequeño tinglado es apenas una solución de madera que sobrevivió y es lo único que decidió conservar cuando vendió todo. Se abre paso por un sendero rodeado de arbustos que parecen pelearse entre la tierra y el mar.
Llega y levanta la cadena de la puerta. Abre el candado. La puerta de madera hace un ruido particular. Lo hace todas las mañanas; y aunque se impone arreglarla, la deja. Piensa; que siga de la misma manera. El bote permanece en ese refugio desafiando al tiempo. Es bien marino: mástil, botavara, una vela latina que se puede rizar, dos buenos remos y los toleteros muy seguros.
El tramo por la playa hasta la costa es breve. Tira del carro. Tensa los brazos para despertar al bote de su letargo y sale del tinglado. Recuerda que debe cerrarlo. Asegura la llave en el bolsillo, sabe que una llave en el medio del mar buscará ahogarse. El carro es liviano, pero la arena fina y seca tiende a frenarlo. Junta fuerzas hasta que llega donde se hace más firme cerca de la orilla. Hoy el mar parece un lago.
Es temprano. La arena fría es como un barro algo escurridizo que se escapa en cada pisada, como el tiempo. No quiere pensar que perdió todo. Se convence de que lo ha dejado ir. Aduja bien la vela. Acomoda los remos, los toleteros. Asegura las escotas y prepara el timón. Sin viento, es mejor a remo. Empuja y en segundos el bote flota. El bote apenas golpea en la costa mientras sube el carro a lugar seguro. Las olas son tan pequeñas que salir al mar no dan problemas. Acompaña el bote entrando al mar. Aborda casi de un salto. Algo del pantalón se le ha mojado, pero sabe que el aire y el sol harán su parte. Aunque el mar es calmo, las primeras sacudidas de esas pequeñas olas hacen crujir la madera vieja.
El abuelo le decía, de la madera estacionada, del barniz, del encolado. Las palabras aún juegan en su memoria. Veía los brazos fuertes como le daban forma al bote y cómo podía trabajar horas y horas bajo el galpón, copiando desde un plano la realidad inventada traducida en una embarcación. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo hacía para dibujar esa guía, ese camino por donde atravesar la idea a la realidad?
Revisa el horizonte. La cola y la espuma. Los brazos del viejo aún son fuertes, y con poco esfuerzo rema en la inmensidad. Va hacia la ballena.
Lo hace como se rema: de espalda al destino, mirando hacia popa, hacia la costa, hacia la afloración rocosa donde el abuelo hizo la casa y donde ahora hay más casas y donde ahora hay una avenida, que en cada avance se alejan y empequeñecen, y eso, lo gratifica.
El mar en calma es un espejo apenas ondeado y cada vez que se hunden los remos marcan el camino dos hoyos efímeros que se disuelven muriendo en la profundidad. La madera habla. Cruje acompasando el viaje. A medida que la costa se aleja, se acerca el rumor del movimiento de la ballena.
El abuelo decía que el hombre debía tener un propósito en la vida. Se detiene a mirar hacia proa. Ve como flota, lenta. Sigue remando, falta un rato para llegar. Si no ¿para qué has venido al mundo? Y guiñaba un ojo trabajando la madera. Remar es bueno. Le da el cansancio suficiente para sentirse bien. Los pensamientos deben salir del cuerpo. El resto se disolvió en el pasado, aunque a veces, regresan en las noches sin sueño, como asaltos grotescos y pesados, envueltos de una realidad incongruente, ridícula y tormentosa.
Piensa que ella reconoce el esfuerzo. Apura. Tensa las piernas afirmadas en las cuadernas. Tensa los brazos y la espalda. El sol se hace ver, en el brillo de las gotas que caen desde las palas de los remos y en la costa que se ilumina en la lejanía. Rema más fuerte. Lo que se puede para un hombre de su edad.
Ya no mira hacia dónde va, porque siente el ruido de la ballena. Parece esperarle. Imagina que ella ve una mancha oscura que se aproxima, o quizás ve en detalle el bote que aún conserva, el mástil, las velas, los remos, la silueta vieja y desgastada.
Verá desde sus ojos enormes, húmedos y vítreos el sombrero que usa para que el sol no lo deshaga, la barba blanca que tapa buena parte de las arrugas del rostro, y las manos surcadas de tiempo.
Aquí es donde se detiene y acomoda los remos dentro del bote. Aquí es donde espera. La ballena se va a aproximar curiosa. Y lo hace. Lentamente. Como si una fuerza inmóvil la trasladara. El viejo cierra los ojos. Escucha el breve chasquido de una aleta que golpea el agua. La respiración profunda, animal. El aroma del tiempo del océano. El mar es un lago calmo interrumpido por el lento movimiento de la ballena que se acerca. Piensa en las horas de silencio que junto a su abuelo compartían mirando el irrepetible mar. Se aferra con las manos a la madera del bote. Escucha el canto de la ballena que en esa breve distancia es como una cuerda afinándose, como si la ballena buscara el tono justo y preciso. Ahora se encuentran a la par. El viejo abre los ojos. Ella enorme al lado de su pequeñez absoluta. Se deja acariciar. Él pasa la mano con la ternura de un padre. Se inclina arrodillado en el bote y extiende sus brazos sobre el cuerpo bestial.
Se miran. No sabe calcularle la edad. La piel tiene incrustaciones marinas, cicatrices, mordeduras, las de su mundo. Las yemas de los dedos rozan las hendiduras de la piel de la ballena. Su mirada es profunda. Él intenta ir más allá, al interior de la ballena. Ella se deja mirar y algo le advierte que quiere que la mire. Hay una vida grabada en su ojo. La costa que parece esperarlo es una delgada línea marrón en el mar azul. Allí donde moran las penas. Pasa la mano por el cuerpo gigante. Los dedos se detienen en algún detalle, avanzan y se detienen. Piensa en quedarse con ella. Dejar que la marea lo lleve. Pero no lo hace. No tiene el coraje. El rito dura lo que sea suficiente. A veces lo decide el viento, a veces la ballena, a veces el viejo. Hoy puede que sea el viento que asoma del sudeste prometiendo una navegada veloz.
Todo vuelve. De alguna forma.
La ballena sabe que es solo izar la vela y emprender el regreso. Ya sabe que hoy será el viento.
Se incorpora y ve a lo lejos la racha encrespada en el agua. Se despide en voz baja, como si fuese un rezo. Caza la driza del mástil. La vela llega a tope. Tensa la escota. Toca la llave del candado dentro del bolsillo. Lleva la mano al timón y con los ojos cansados guía el bote. Hacia el tinglado, hacia la soledad, hacia la casa pequeña y suficiente que hoy habita. Ve el destello del metal herrumbrado del barco muerto en la arena lejana de la playa. Deshaciéndose. El viento se afirma. Una nueva ola rompe en la proa, salpica y confunde la sal del agua con las erráticas lágrimas de viejo. La vela se llena de energía. La escota duele en la mano. La ajusta en la mordaza, toca con la mano libre el salvavidas y el traje de agua debajo del asiento. Piensa que debería haber tomado un rizo para achicar la vela. El mar se agiganta en cada racha de viento. El viejo regresa. El cielo de la mañana se mezcla entre hilachas de nubes grises. La costa se ve tan lejana, allí, perdida, entre la inmensa bravura del mar.
- Enrique Bó nació el 16 de junio de 1959 en Rosario donde cursó todos sus estudios, desde la escuela Bernardino Rivadavia, pasando por el Nacional Número Uno y culminando la carrera de Ingeniero Agrónomo en la Universidad Nacional de Rosario.«Don Juan de las Colinas» fue su primera obra editada que obtuvo en el año 2013, una segunda mención en el I Concurso de narrativa organizado por Río Ancho Ediciones contando como jurados a los destacados escritores Alma Maritano, Pablo Ramos y Marcelo Escalona. En 2016 Río Ancho Ediciones publica «Ana Cierra Los Ojos». En 2019 «En El Mirador», novela que suma a la trama de las novelas anteriores. Actualmente alterna el trabajo de campo con la escritura como así también su pasión por la náutica y el montañismo.
- Obtuvo el Primer Premio del Concurso Literario Angélica Gorodischer 2022, organizado por Barbarie: el derecho a la cultura, Punto Rojo, El Eslabón, Cooperativa La Casa de INGA y La Toma. Los premios fueron entregados en una ceremonia realizada en noviembre pasado, y los cuentos publicados en la edición de papel del El Eslabón en diciembre último.
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eggy car
01/06/2023 en 15:25
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