Un sonido irreconocible rasgó el silencio de la noche. Mara abrió los ojos de golpe. No se sobresaltó, no tenía palpitaciones, ni siquiera el nene se movió dentro de ella. Sólo los párpados se abrieron como impulsados por un mecanismo, como una muñeca a la que alguien había puesto de pie. Se quedó muy quieta, el cuerpo encogido bajo las frazadas de esa casa que no era propia. Otra vez el mismo sonido. Ahora se daba cuenta. Una oveja. De todas las noches que habían pasado ahí, era la primera vez que las escuchaba. Trató de distinguir algún otro sonido en el silencio absoluto de ese pueblo recóndito del Cuyo argentino. Nada. Nada más que el silbido apenas audible del viento arrasándolo todo, sordamente; el viento, el polvo y la respiración pesada de Martín que dormía al lado. Dormía como un tronco, como una morsa, como un hipopótamo. Aunque desde un par de meses y cada vez más, el hipopótamo era ella en esa cama. Un hipopótamo que no dormía. O no tanto. Un hipopótamo insomne. 

Todos le habían dicho que el embarazo daba sueño, que dormiría como nunca antes, que aprovechara porque después. Pero ella seguía sin dormir. O casi sin dormir. Cualquier cosa la despertaba, sobre todo la sensación del nene moviéndose dentro. Tenía el cuerpo tomado por algo extraño que se movía, le empujaba las costillas, presionaba sobre la vejiga y le daba ganas de hacer pis todo el tiempo. Despierta y con sueño. Así pasaba la mayor parte de sus días. Sin moverse, miró hacia la ventana. Estaba amaneciendo. La oveja volvió a chillar. 

Lentamente, se sentó en la cama con las piernas colgando. Apoyó las manos resecas en las rodillas y con mucho esfuerzo empezó a incorporarse. Pesada. Soñolienta. Resignada. Se puso una campera de lana sobre el pullover que usaba para dormir, se calzó unas pantuflas y se arrastró hasta la cocina. La pava no reflejaba nada, opaca.

Todo estaba siempre lleno de polvo. Mientras ponía el agua al fuego, miró a través de la ventana. El horizonte estaba cerca, y estaba alto. No había horizonte. El nene la pateó fuerte en la parte baja. Respiró profundo. Se sostuvo la panza rodeándola con el brazo y esperó a que pasara. Con el otro brazo se apoyó sobre la mesada fría. No podía querer nacer en ese momento. No podía nacer en ese momento. No era tiempo, todavía. Y además, tenía que esperar. Todo tenía que calmarse primero. Todos tendrían que olvidarse de ellos. No podía ir, todavía, al hospital. No estaban preparados para hacerse pasar por otros. No podía tener al nene en la casa. Le daba terror que naciera ahí, en ese lugar. Sucio. Yermo. Del otro lado de la ventana, el chillido tomó cuerpo. Una oveja mediana, ahora en silencio, la miraba fijo mientras mascaba pasto desprolijamente. Se miraron hasta que la pava sobre el fuego empezó a sonar. 

Martín no parecía darse cuenta de nada. Ni de su ansiedad, ni de su miedo, ni del peligro. Antes no era así. Antes era él el que tenía miedo. Antes estaba nervioso todo el tiempo, irritable, paranoico. Mientras habían cruzado el país hasta llegar a la cabaña, había manejado tenso, los hombros altos y pegados al cuello, la vista fija en la ruta. Casi no la había mirado en todas esas horas. Casi no le había hablado. Mascullaba bajito, resoplaba. Mara lo miraba desde el asiento del acompañante, nerviosa también, pero no asustada. Todavía. Nerviosa y también un poco cansada. Le dolían las piernas y le costaba soportar el peso nuevo de la panza sobre las ingles. Pero apenas habían encontrado la cabaña y habían comprobado que nadie los seguía, Martín se había echado a la cama y había entrado en una especie de hibernación. 

Mara rellenó el mate con yerba y echó un chorro de agua caliente en un huequito. Ahí mismo, hincó la bombilla. Le dio una chupada fuerte. El calor del agua en la boca la estremeció. El perfil del casero apareció lento en un extremo de la ventana. Iba mirando hacia abajo. A ella le pareció ver una hoja de pasto seco que le asomaba de entre los labios. Una curva apenas pronunciada se le marcaba entre la espalda alta y el cuello. El hombre se detuvo en el centro de la ventana. Se rascó la cabeza. Tan lento como había caminado, como si de pronto hubiera sabido que Mara estaba mirándolo, giró la cabeza hacia el vidrio. Sin un gesto de sorpresa, se tocó la visera de la boina en señal de saludo y reanudó la marcha. A los pocos segundos, dos ovejas cruzaron la ventana, siguiéndolo en silencio. 

Cuando el sol estaba ya alto y el agua se había enfriado en el mate, apareció Martín en la galería. Se refregó los ojos y se agachó para besar a Mara en la frente.

—¿Te levantaste hace mucho? 

—Me despertó una oveja. ¿No la escuchaste? 

Martín chasqueó la lengua contra el paladar. Se sentó en un banquito y apoyó la mano grande, callosa y morena sobre la panza de Mara. 

—Hace un rato pasó Gómez para allá —dijo ella señalando con el mate—. Lo seguían unas ovejas. 

Unos perros aparecieron de la nada, corriendo unos junto a otros, enredándose y mordiéndose. Jugaban. Como chicos. 

—Cuando nos acomodemos y nazca el nene vamos a tener un perro, ¿querés? Sería lindo que se críe con un perro. 

Mara lo miró de reojo. Martín había hablado con la vista perdida en el frente. —¿Cuánto nos vamos a quedar? 

Él se encogió de hombros. 

—Estamos bien acá, ¿no te parece? Mientras no pase nada, nos podemos quedar. Ya lo hablé con Gómez. Es difícil que alguien nos encuentre, menos en esta época. Hay una salita acá cerca y un hospital un poco más lejos. Aunque a lo mejor más que la salita podemos usar una partera, si todo va sin problemas. La mujer de Gómez me dijo que por acá vive una, que es bárbara, que a ella le atendió los dos partos. —Me da miedo que el nene nazca acá. —Martín le sacó el mate de la mano y cebó uno con el último chorro de agua que quedaba en el termo. La bombilla semivacía sonó en el silencio árido. Después, sacó del bolsillo un sobre con tabaco y empezó a armar un cigarrillo—. ¿Me escuchaste, Martín? Me da miedo. Hace frío. Hay mucho polvo. No se puede respirar acá. 

Martín le dio una pitada honda al cigarrillo. Largó una bocanada de humo hacia la montaña que tenían enfrente. Una pared de piedra inmensa. Una pared que parecía decirles “no pasarán”. 

—Voy a buscar a Gómez para arreglar lo del corderito. Ya le dije ayer. Lo vamos a hacer hoy, así esta noche comemos bien. 

Mara lo vio bajar los tres escalones de la galería hacia el terreno yermo. Lo vio alejarse hacia el mismo lugar que hacía unas horas se había alejado Gómez seguido por las ovejas. Lo vio caminar cansino, un poco encorvado también él. De golpe, salida desde vaya a saber Dios dónde, apareció una oveja. Se paró frente a Mara y baló. El nene volvió a patear adentro de la panza. El animal se calló un momento y, en seguida, siguió. Era casi un llanto. El sol empezaba a calentar. Mara se movió, incómoda, en el silloncito donde estiraba las piernas. La oveja no se movía. La miraba, desafiándola. Una ráfaga de viento seco y sucio cruzó el terreno. Con esfuerzo, Mara se levantó y entró a la casa, dándole la espalda a la oveja que, aún en silencio, no se movía. 

Cuando Martín volvió a entrar, ella, que se había quedado dormida en la sala sobre un sillón destartalado, se despertó. 

—Ya está —dijo él—, esta tarde lo hace. Lo elegimos y todo. Hoy comemos cordero asado. 

Mara se llevó una mano a la boca. No era el nene. No eran los mates de la mañana. No era la cena de la noche anterior. Con los ojos llenos de lágrimas se levantó y pasó delante de Martín hacia el baño. En ese momento, se escuchó la moto del hijo de Gómez. 

Desde adentro del baño, entre arcada y arcada, Mara escuchó que las ovejas empezaban a balar. Ya no era una. Eran muchas. Era como un grito, un quejido sordo. Como si supieran lo que iba a pasar. Como si el solo ruido de la moto las hubiese alertado. 

Cuando Mara logró salir del baño se tumbó en la cama. Todo le daba vueltas. El nene se había quedado muy quieto. Las ovejas, afuera, seguían quejándose. Martín apareció en el vano de la puerta. Enorme. Moreno. Con la barba crecida de una semana. Bello a pesar del gesto duro que le había aparecido en la mirada y en la boca desde que empezaron la huida. Volvía a ser el hombre que ella había amado. El hombre con el que había decidido tener al nene. 

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja. Mara se encogió de hombros—. ¿Necesitás algo? ¿Querés que busque a alguien? 

—Tengo miedo —musitó. 

Él pareció dudar. Finalmente, atravesó la puerta y se sentó a los pies de la cama. Le apretó con ternura uno de los tobillos. 

—¿De qué, gatita? —dijo con una dulzura de otra época. 

—Tengo miedo. 

Martín se estiró hasta acostarse junto a ella. La abrazó y empezó a acunarla. Se quedaron dormidos mientras los quejidos de los animales se hacían más desesperados. Al atardecer, mientras Martín leía una revista vieja en la cama, Mara salió a la galería. 

El cerro, imponente, cortaba el horizonte. Una maraña de ovejas se fue acercando mansamente a la casa. Acechaban. Sabían. Sabían que ellos lo habían hecho, que eran ellos quienes habían mandado a matar al cordero. Mara se quedó apoyada en la baranda de la galería todo lo que pudo. Necesitaba respirar aunque fuera ese aire seco.

Sucio. Necesitaba que el aire entrara y le moviera los órganos. Necesitaba que el aire le llegara al cuerpo del nene y que también se moviera. Pero la mirada fija y ahora silenciosa de esa manada de ovejas la intimidó. Era una mirada acusatoria. Ella lo sabía. Ellas lo sabían. En esa casa, vivían un par de prófugos. Un par de asesinos. 

Martín se rió a carcajadas cuando le contó su teoría, pero Mara se dio cuenta de que esa risa nerviosa escondía algo. Evidentemente, Martín no estaba tan seguro de que ella no tuviera razón. Él terminó de preparar la mezcla de pimienta, ajo, aceite y laurel para adobar la carne, pasó frente a ella y le acarició el mentón con un gesto a mitad de camino entre la ternura y la sensualidad. Entró a la pieza y prendió el televisor. 

Mara se quedó parada en la cocina. Unas gotas de aceite todavía húmedas manchaban el piso. Una oveja se echó bajo la ventana de la pieza a balar, a llorar por su amigo muerto. Ella pegó un grito y, apoyada contra la pared, fue bajando despacio hasta el piso. Se apretó el pubis con las manos. Parpadeó rápido. Hizo fuerza para respirar. 

Martín llegó corriendo desde la pieza. 

—Me muero —le dijo ella en un hilo de voz. 

Un charco de agua un poco turbia mojaba el piso y se mezclaba con las manchas de aceite. 

—Tranquila —alcanzó a decir él—. Vamos a la salita. De paso buscamos a la mujer de Gómez. Dijo que ayudaría. 

La levantó del piso con dificultad y, medio alzada, medio arrastrándola, la llevó hacia la puerta. 

—Yo voy a buscar el auto. Vos me esperás sentada en la galería, ¿sabés? Ella asintió con la cabeza. 

Cuando llegaron a la puerta se frenaron en seco. Delante de ellos, inmóvil, mudo, aterrador, un ejército de ovejas lo llenaba todo: la galería, los escalones, el inmenso terreno que se extendía hasta la montaña. Hasta el horizonte, donde no había horizonte.

  • Cecilia Reviglio nació en Rosario en 1977. Estudió Comunicación Social y trabaja como docente e investigadora. En 2020 publicó “La casa frente al mar”, su primera novela, el libro de cuento infantil «Ojos de Galera» e integró el volumen colectivo «Historias de Belgrano», todos en UNR Editora. De 2013 a 2016 fue miembro de la editorial cooperativa Río Ancho Ediciones,donde cumplió tareas de editora.
  • Obtuvo la Mención Especial del Primer Concurso Literario Angélica Gorodischer 2022, organizado por Barbarie: el derecho a la cultura, Punto Rojo, El Eslabón Cooperativa La Casa de INGA y La Toma. Los premios fueron entregados en una ceremonia realizada en noviembre pasado, y los cuentos publicados en la edición de papel del El Eslabón en diciembre.
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