Así es como esa noche marcha hacia la pollería con el propósito de reparar el problema suscitado el sábado. Pasó el domingo, pasó el lunes, y confía que ese lapso permita que las cosas para Cintia se hayan calmado un poco, sino del todo.

Se ha vestido lo mejor que pudo: se puso una camisa de salir bien canchera que tiene unos rombos chiquitos dibujados sobre la tela, y un jean un poco baqueteado, chupín, que le marca las piernas. 

Llega, de tal modo, animado, a la pollería. Pero cuando se acerca al mostrador para saludar a Cintia que se encuentra en la caja, ella ignora su saludo, sin mirarlo. Inquieto, vuelve a saludarla, diciéndole: ¡Buenas!…, esperando que conteste.

Y ella lo hace, aunque de la peor manera:

¿Qué hacés acá?…, lo increpa.   

¿Cómo qué hago acá?…, responde con otra pregunta, para agregar de inmediato: ¡Vengo a laburar, como todos los días!…

¡Vos acá no laburás más!…, le advierte, ella, cortante.

Por un momento se queda callado, mirándola, hasta que al final le dice:

¿Así que no laburo más?… ¿Y a qué se debe?…

¡Incumplimiento laboral!…, responde ella. Suelta una carcajada incontenible, motivada por la razón aducida. El tema del incumplimiento le parece un hallazgo que le permite enrostrarle su fracaso por medio de un eufemismo propio del léxico patronal. 

¡Incumplimiento!…, repite, pegando unos golpecitos con los dedos sobre el mostrador.

¡Sí, incumplimiento!…, insiste ella. ¿O querés que te lo explique de otra manera?…

Mira sus ojos, llameantes. A pesar de su furia, o quizás, como consecuencia de ella, esos ojos azules le parecen más fascinantes que nunca. Querría agarrarla, por encima del mostrador, apretar su cabeza con fuerza y pegarle un chupón infinito, hasta dejarla sin aire.

Pero sabe que no es posible.

Repite, entonces: ¡incumplimiento laboral!…, pegando media vuelta y saliendo, mientras siente que la mirada de Cintia le atraviesa la espalda. Se trepa a la moto para alejarse de ese lugar, sabiendo que no hay retorno. Nunca una para este lado, se dice, ya en la calle.

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